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Mar 31, 2019 La Quinta Pata Latinoamérica Comentarios desactivados en Una aguja, un dedal, un hilo, un corte de tela
En las primeras paredes a mano derecha se ven “elementos punzo cortantes”, hachas, manoplas y lazos, armas de fuego de diversos calibres, fierros y palancas, municiones y bosquejos de malos dibujantes que explican los “modus operandi” de la más variopinta criminalidad local: los lanceros, los boteros, los tiphidores, los cogoteros, los traficantes, los del cuento del tío…
Siguiendo esa línea de muros, un par de gradas más abajo, encontramos en exhibición “el orgullo” del lugar: una colección de mascarillas de “Los rostros del crimen”, es decir el lombrosianismo llevado a la enésima potencia, la estigmatización y el prejuicio social en su versión jurídico-policíaca. Una veintena de estereotipados delincuentes inmortalizados “bajo el procedimiento médico legal para extraer sus características morfológicas y modelarlas en yeso de París al veinte por ciento”. Así, “El Panadero”, “El Chino”, “El Aris”, “El Pistolas menor”, “El Petas”, “El Saco al hombro” cumplen una condena post-mortem con el poco probable pedagógico fin de advertir a los visitantes, especialmente “a los menores, que son el futuro de nuestra sociedad”, según dispara el áspero discurso castrense. Porque enfrente, en otras paredes pululan, en pretendida contraposición, fotografías, armas, uniformes y medallas de “los guardianes de la ley”, es decir, la Policía Nacional de Bolivia.
En medio del acceso principal, dentro de una amplia vitrina horizontal se halla el premio mayor de tanto milico verde carabinero: las pruebas de la existencia de quien fuera en vida “El Zambo Salvito”. A estas alturas, solamente un cana podría no darse cuenta de que estamos en el Museo y Archivo Histórico Policial de La Paz.
Con la mente puesta en el objetivo de contar la historia de Salvito alrededor de la historiografía policíaca, no desde ella, y por fuera del discurso descontextualizado de las elites y del periodismo amarillo, fui hasta el museo barajando algunos supuestos de partida: I) No hay en la historia universal una institución más asesina y sangrienta que la Iglesia Católica; II) Todo acto criminal y su ejecutor son inescindibles del contexto histórico y sociopolítico. O como diría el entrañable comisario Laurenzi de Rodolfo Walsh, “ciertas atmósferas generan monstruos”; III) Desde Engels en adelante ha quedado claro que son las policías, las cárceles y los poderes judiciales quienes se ocupan de “mantener la civilidad”, paradójicamente a fuerza de represión y violencia, castigando discrecionalmente a los más vulnerables y ocupando el lugar de control -con ilegalidad- que supieron ostentar las religiones. Pienso también en cómo, recién después de dos mil años de “civilización” ciertas masacres pasaron a considerarse genocidios y los “crímenes pasionales”, femicidios.
No creo sin embargo que éste Occidente, ni mucho menos su justicia, hayan avanzado demasiado. Pero me consuelo recordando a “Desagravio”, extraordinario cuento en el que Ricardo Piglia da en la tecla de estos asuntos dejándonos con más preguntas. Es la historia de un tipo de los servicios que, gracias a la información de que dispone, aprovecha la masacre del 16 de junio de 1955 -el bombardeo de Buenos Aires por parte de los milicos antiperonistas- para asesinar a una mujer, su amante, en una esquina porteña. Es decir, planea, comete y encubre un femicidio en el marco de lo que fue un masivo asesinato de índole política.
Pero volvamos al único sitio donde se encuentran rastros no escritos del paso desgraciado de Salvador Chico Sea por esta tierra, que lo parió esclavo como hijo de mulatos, Zacarías y Rosa, en 1838 en el poblado de Chicaloma, selva de Los Yungas. Salvito era niño cuando el amo, un hacendado criollo, golpeó hasta la muerte a Zacarías, acusado de robar un cesto de coca. Ante la obligación de acogerse al patronazgo, Rosa huyó con él y otros siete hijos al Tambo San José de La Chocota, próximo a La Paz. Fue poco lo que, como lavandera desposeída y en un contexto histórico en el que los afrobolivianos carecían absolutamente de derechos, pudo hacer para la subsistencia: una neumonía terminó con ella poco después de la ejecución del hijo, perpetrada en 1871.
Con los pocos recursos disponibles de la prensa de la época, más la tradición oral y el imaginario popular, en especial de la comunidad negra de la zona que con los años fue reconfigurando la figura de Salvito -o “Sambito”- por sus características justicieras; historiadores bolivianos bajo imposición de un pretendido aleccionamiento didáctico para las lecturas infantiles asientan sus primeras fechorías a los siete años, “cuando comenzó a llevar a su casa materiales escolares y le decía a su madre que se los había encontrado”. Y eso es lo primero que sorprende al dirigir la vista en la mesa exhibitoria del museo, con inscripciones redundantes: “Primer hurto: una aguja; Segundo hurto: un dedal; Tercer hurto: un hilo; Cuarto hurto: un corte de tela…”
Nada menos inocente que la toponimia de una ciudad, la disposición edilicia de sus instituciones y la ominosa historia que ocultan. La ubicación actual del Museo Policial -otrora centro de detención- es en la calle Colón entre Potosí y Mercado del antiguo centro paceño. Se llega después de atravesar una muchedumbre profesional que, en las vereditas de edificios públicos, insistentemente se ofrece como “arquitecto, abogado, topógrafo” para cualquier trámite. Deslumbra una legión de copistas, oficio en extinción salvo en esta porción del mundo, que a decenas de golpeteos por minuto sacan en tinta roja, azul o negra vaya a saber qué escritos burocráticos para la revisión de sus clientas, mayormente cholas que se muestran “conformes”.
Con la impresión de todo ese universo verdaderamente kafkiano llego a la puerta. El ala derecha linda con una vieja iglesia donde antes funcionó el cementerio de La Merced. Completan el espacio dedicado a atormentarnos con el Zambo un “puñal rústico forjado”, las máscaras de yeso de él y de su madre, y una quincena de copias fotográficas ya que las originales están en poder de una universidad de Harvard cuyos acápites no dicen ‘primer hurto… milésimo hurto…’ Las hay de su banda a partir del momento de la razzia, con su decena de integrantes individualizados y con especial foco en el líder, con su vestir indiano y su negritud altiva pese a tantos cadenazos, sus rasgos endurecidos por el resentimiento y por el terror ante lo inminente.
También hay imágenes del sumario proceso que se realizó públicamente contra los nueve aprehendidos -entre ellos una mujer-, siete de los cuales fueron ejecutados delante del pueblo, de funcionarios y de curas en la plaza Caja del Agua -actualmente plaza Riosinho-, distante a pocas cuadras del museo.
Fotos no se pueden tomar, la información oficial expuesta es mínima e incompleta y las entrevistas son obsoletas. Me voy, no sin antes cerrar el recorrido por otras salas, abominando de recordatorios que señalan “los destacados progresos que tuvo la Policía entre 1975 y 1978” -en plena dictadura sangrienta-, y confirmando en el “Área de Casuística Criminal”, entre diversos horrores, que demonización, prejuicios, morbo, arbitrariedad y violencia siguen tan vigentes en esa institución como hace 150 años.
Son 17 los asesinatos que, solo o al frente de su banda, se le atribuyen a Salvador Sea, el primero de ellos a los quince años. Orillado en la ciudad optó por el retorno a la selva, al deshabitado paraje La Jalancha -hoy avenida Periférica-, a mitad de camino entre Los Yungas y La Paz. Su accionar delictivo alcanzó el apogeo a partir de 1868, convirtiéndose en una amenaza constante para los peregrinos, especialmente si eran k’aras -blancos- o mestizos. Indios, desclasados, prófugos y marginados de toda laya se le fueron uniendo y creció la crueldad de los ataques desde túneles que conducían a la “Cueva del Diablo”, donde el Zambo repartía el botín con pobladores cercanos y se coronaba tras cada golpe asestado. El hecho más sangriento fue el crimen de un wawa al que a pisotones le aplastaron el cráneo luego de matar a la madre y al padre, lapidados con una roca gigante.
El fin llegó a partir de la captura de uno de los cómplices, que bajo tortura confesó a los policías el asesinato de un profesor paceño que llevaba desaparecido un mes, y los condujo hasta la Cumbre de La Merced, donde un osario revelaba el número de víctimas. Después de un breve juicio en el que hasta el abogado defensor pidió la muerte de los acusados, sobrevino la ejecución grupal. Minutos antes Salvito había arrancado de un mordisco la oreja a su madre cuando se acercó a despedirlo, presuntamente por no haberle enseñado la buena senda, por lo cual moría como un salteador.
La crónica de Luciano Valle para “El Illimani” condensa el final y acota a la sociedad del momento: “A las once y media de la mañana del día veintitrés de diciembre, Salvador Chico (cabecilla), Rufino Mamani, Marcelo Mendoza, Lorenzo Siñani, Juan de Dios Condori, Simón Lucana y Pablo Quispe fueron conducidos del cuartel de celadores al lugar de la ejecución, en medio de la fuerza armada y de un inmenso gentío que manifestaba su emoción profunda (…) A las doce y cuarto amarraron en los banquillos del suplicio a los desgraciados reos y mediante todas las formalidades de ley y todos los consuelos espirituales de nuestra augusta relijion, terminaron su existencia. A una descarga cerrada que hizo una mitad de la compañía que los escoltó, más de diez mil personas confundieron su grito de horror con la espantosa detonación de aquella descarga. Los infelices ejecutados espiraron en el acto; sus cuerpos quedaron espuestos hasta las cinco de la tarde en sus respectivos patíbulos. La ley caía sobre la cabeza de estos desgraciados, hasta el extremo de quitarles la vida, porque ellos habían cometido el crimen de quitar la vida de otros. La sociedad que así castiga, comete igual o mayor injusticia que el ignorante o empedernido hombre que se lanza en el terreno del crimen, tal vez sin reflexión, por falta de conocimiento, de instrucción y de moralidad”.
Pese a la hipocresía rampante y la moralina decadente con la que oficialidades estatales, religiosas y educativas intentan aún hacer pasar “el mito” del Zambo -de tradición esópica, la del hijo en la horca y la culpabilidad sobre la viuda, presente en múltiples culturas- para escarmiento y condena, pero también para continuar descontextualizando la marginalidad dentro de la cual causó los delitos, como sucede siempre en la historia, han sido sus sucesores de sangre, sufrimiento e injusticia, quienes resignificaron su huella de trágica indolencia.
Durante décadas en que la crónica roja retomaba cada tanto sus pasos para enajenarlo como “forajido”, “malhechor”, “antisocial” y un inabarcable rosario de estigmatizaciones, la comunidad afroboliviana dijo “éste negro es nuestro y fue así por ustedes”, poniendo la furia, el odio y la venganza con que actuaba contra blancos y mestizos a contraluz de derechos que les fueron negados hasta hace muy poco, incluso el más elemental, el de ser considerados humanos.
Hasta hubo una iniciativa municipal para que la cueva de La Jalancha sea, en nombre de Sea, revalorada como patrimonio cultural. Porque además, no hace mucho, el sitio tuvo su revival a la manera de siglo y medio atrás: grupetes de jóvenes marginados de la selva y de la ciudad lo frecuentaban para robar, emborracharse y drogarse. Pero algunas cosas cambiaron en este país, otra realidad se animó a entrar en la cueva, reivindicaciones ancestrales confluyeron con respuestas profundas desde lo político, lo cultural y lo social, y simbolismos tan complejos como el de Salvito dejaron de ser recurridos como fuente para agobiar males que, de momento, permanecen aquietados. Sólo de momento.
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