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Mar 12, 2017 Federico Mare y Andrés Casciani Calibán y las musas, Historia Comentarios desactivados en El levantamiento del gueto de Varsovia: historia vivida, memoria filmada
La sublevación del gueto varsoviano, en enero-mayo de 1943, es uno de los hitos más sobresalientes de la resistencia judía a la barbarie nazi. Varias circunstancias de su desarrollo y desenlace hacen de ella, en el imaginario cultural del pueblo israelita, algo así como la Masada moderna. Este paralelismo histórico no tiene nada de exageración retórica. La narración que aquí se ofrece intentará demostrarlo.
El levantamiento del gueto de Varsovia ha sido profusamente investigado, documentado, analizado, descrito y explicado durante décadas. Pero también filmado. Es que la historiografía, la ciencia histórica, por sí sola no alcanza. Ella no puede sustituir a la memoria como hecho testimonial, político y estético. ¿Y cómo la memoria, en un mundo donde la imagen es tan omnipresente y poderosa, no habría de manifestarse en el séptimo arte?
El pensador español Julián Marías alguna vez escribió: “El cine es, en principio al menos, la máxima potencia de comprensión de una época pretérita. ¿Por qué? Porque realiza el milagro que se le pide a la literatura o a la historia científica: reconstruir un ambiente, una circunstancia. Eso que para las palabras es un prodigio inverosímil, lo hace el cine sólo con existir”. Tal vez tenga razón, en parte al menos…
El 1º de septiembre de 1939, en horas de la madrugada, la Alemania nazi invadió Polonia por tierra, aire y mar. Un millón y medio de soldados de la Wehrmacht y las Waffen-SS cruzarían la frontera, con miles de cañones y blindados. La Luftwaffe movilizaría más de dos mil aviones bombarderos y cazas, y la Kriegsmarine desplegaría decenas de barcos y submarinos. La República Eslovaca, Estado títere de Hitler, haría una contribución de 51 mil hombres. El ataque fue lanzado desde tres flancos diferentes, a los efectos de maximizar su eficacia. La operación Fall Weiss, largamente preparada en secreto, ya estaba en marcha; y con ella, la Segunda guerra mundial, la conflagración más sangrienta de la historia.
Fue un ataque sorpresivo (sin declaración de guerra), fulminante y masivo, altísimamente tecnificado, basado en un poder de fuego demoledor, abrumador, nunca antes visto. La Blitzkrieg, la novísima «guerra relámpago», hacía así su debut. El pueblo polaco fue el primero en sufrirla, pero no el último. Varias otras naciones lo padecerían pronto, a lo largo y ancho de Europa.
Las Fuerzas Armadas de Polonia resistieron con coraje, esfuerzo y patriotismo. Pero muy inferiores en número y armamento, y sin ninguna ayuda de Gran Bretaña y Francia, no pudieron contener la brutal agresión germana. Mucho menos después de que la Unión Soviética, promediando septiembre, lanzara su artera invasión desde el este, también masiva y arrolladora. El 6 de octubre, tras la batalla de Kock, las últimas tropas polacas –comandadas por el Gral. Kleeberg– se rindieron. En poco más de un mes, el III Reich y la Rusia de Stalin habían conseguido repartirse Polonia entera en partes más o menos iguales, conforme a lo acordado confidencialmente el 23 de agosto en el pacto Ribbentrop-Mólotov, uno de los episodios más infames que registra la historia diplomática del siglo pasado. Los polacos tenían todo el derecho a exclamar –como los antiguos romanos derrotados por los galos de Breno– Vae victis!, «¡ay de los vencidos!».
Se estima que la quinta parte de la población polaca (casi siete millones de personas entre civiles y militares, con un alto porcentaje de judíos) perecería a raíz de la invasión germano-soviética, ya sea como resultado inmediato de las acciones bélicas, o bien, como consecuencia de los vejámenes y padecimientos que, a mediano o largo plazo, trajo aparejados la anexión u ocupación del país (represalias, matanzas, confinamiento en condiciones infrahumanas, subnutrición, hambrunas, colapso del sistema de salud, altos índices de morbilidad, etc.); correspondiéndole a Alemania, por mucho, la mayor cuota de responsabilidad en dicha catástrofe humanitaria.
Los nazis dividieron su media Polonia en dos: las comarcas occidentales fueron anexionadas al Reich como nuevas provincias o distritos de provincias alemanas ya existentes, mientras que toda la zona central permanecería bajo ocupación militar con el nombre de Generalgouvernement. La jurisdicción del Generalgouvernement incluiría las dos ciudades más importantes de la extinta república eslava: Varsovia, la antigua capital, y Cracovia, que sería la sede del gobernador general. Este cargo recayó en Hans Frank, uno de los tantos jerarcas nazis que serían luego juzgados y ejecutados en Núremberg por sus crímenes de lesa humanidad. Cuando en junio del 41 la Wehrmacht lleve a cabo el operativo Barbarroja –la invasión de la URSS–, el Generalgouvernement será ampliado con todos los territorios polacos que había ocupado el Ejército Rojo.
Por orden de Hitler, se puso en marcha sin demora el Generalplan Ost, una política de limpieza étnica a gran escala que tenía por objeto «liberar» la Europa oriental a la colonización agrícola alemana. Tres lógicas convergieron en el Generalplan Ost: el pangermanismo, el antisemitismo y el antieslavismo. Los nazis entendían que las tierras del este eran el Lebensraum de Alemania, su legítimo e imprescindible «espacio vital». Y puesto que, a su modo de ver, ese espacio estaba ocupado por Untermenschen o «subhumanos» (eslavos, judíos y otros pueblos «racialmente inferiores»), había que «vaciarlo» a como diera lugar, recurriendo a cualquier método expeditivo, incluso, y sobre todo, la deportación (que debía suministrar trabajadores esclavos a granel) y el exterminio en masa.
Más de 800 mil polacos –predominantemente israelitas– fueron trasladados desde la Polonia anexionada en vías de germanización hacia la Polonia ocupada del Generalgouvernement, que se convirtió así en una suerte de «vertedero humano» donde se acumulaba el «material sobrante». Pero el Generalplan Ost era apenas el comienzo de una larga espiral de horror…
Con el tiempo, a medida que el III Reich se expandía, la composición y procedencia de los deportados se fue diversificando: judíos y eslavos no polacos, prisioneros de guerra, gitanos, opositores políticos (militantes de izquierda sobre todo), homosexuales, disidentes religiosos y personas con discapacidad provenientes de Alemania, zonas ocupadas y Estados títeres, desde el oeste de Rusia hasta Francia, y desde Escandinavia hasta el Mediterráneo. Varios millones de hombres, mujeres y niños fueron expulsados de sus países y aglutinados en el Generalgouvernement, donde empezaron a proliferar los campos de concentración. El hacinamiento y sus funestas consecuencias alcanzaron niveles extremos, verdaderamente dantescos.
Entonces, bajo un eufemismo cínicamente perverso, sobrevino lo peor: la Endlösung, la «Solución final», el aniquilamiento sistemático y masivo de judíos como política de «depuración racial». Se crearon campos de exterminio en Auschwitz, Belzec, Chelmno, Jasenovac, Majdanek, Maly Trostenets, Sobibór, Treblinka… Muchos sitios, pero un solo plan. La extenuación del trabajo forzado, el hambre, las enfermedades, los fusilamientos, los ahorcamientos, la experimentación científica sin escrúpulos bioéticos de ningún tipo y, más que todo, las cámaras de gas, provocarían la muerte de más de seis millones de judíos, polacos y no polacos. El terrorismo de Estado nazi había hecho realidad, con la Shoá, el infierno sobre la tierra.
Ese infierno, por añadidura, se cobraría la vida de otros cinco o seis millones de europeos no judíos, en su gran mayoría prisioneros soviéticos. El Holocausto llegaría de esa forma a totalizar la pavorosa cifra de 11 ó 12 millones de víctimas fatales.
Pero nos estamos adelantando en la narración. Antes de la Endlösung, antes de los campos de concentración y exterminio, estuvieron los guetos judíos. En ellos también se vivió el horror. Los israelitas que ya vivían en la Polonia ocupada, lo mismo que aquéllos que habían sido deportados desde la Polonia anexionada, Alemania y el resto de Europa, fueron segregados dentro de barrios especiales, bajo condiciones inhumanas. En poco tiempo, las ciudades del Generalgouvernement se llenaron de guetos: Varsovia, Cracovia, Minsk, Lodz, Radom, Piotrkow, Lublin, Kielce, Czestochowa, Bedzin, Sosnowiec, Tarnow… El hacinamiento extremo, la insuficiencia de víveres y abrigos, la ausencia de servicios sanitarios y calefacción, los brotes de epidemia, la violencia represiva y las ejecuciones sumarias, harían estragos. El régimen de aislamiento en los guetos se fue endureciendo con el paso del tiempo, hasta llegar a ser total, cuando sus límites fueron amurallados y no hubo más licencias de salida.
Para colmo de males, los judíos debieron afrontar el odio de la mayoría católica de Polonia, que se desquitó ferozmente contra ellos por juzgarlos «culpables» de la ocupación germana, maltrato que el gobernador Frank y sus funcionarios no dudaron en apañar y acicatear, imponiendo –por ej.– el uso de la insignia amarilla u otros símbolos estigmatizantes. Las golpizas y los linchamientos estuvieron a la orden del día. El clero polaco, colaboracionista en muchos casos, avaló o fomentó el antisemitismo desde el púlpito. Las disculpas tardías de la Iglesia católica nunca lavarán su ruin proceder durante la Segunda guerra mundial.
La expresión más impúdica del maquiavelismo nazi en su política antisemita segregacionista fue la implantación de los Judenräte, consejos judíos colaboracionistas que administraban los guetos. Debían cumplir y hacer cumplir las directivas de las autoridades alemanas, y también garantizar el orden interno con policías israelitas. Su oportunismo, claudicación y defección les granjearía el rencor visceral del resto de la colectividad. Como no podía ser de otro modo, los Judenräte y sus uniformados fracturaron en dos a los guetos judíos. Divide et impera.
Cuando los nazis, poniendo en práctica su «Solución final», comenzaron a trasladar a los judíos segregados, en tandas sucesivas, hacia los campos de concentración y exterminio, muchos decidieron resistir, luchar. Entre 1941 y 1943, se registraron más de un centenar de levantamientos armados en los guetos, espontáneos unos, organizados otros.
Se ha dicho que tales alzamientos fueron producto de la desesperación. Sin duda, la desesperación tuvo una influencia no menor. Pero sería simplista, injusto, reducir su génesis a ese sentimiento. La historia nos ofrece muchos ejemplos donde una situación extrema de opresión no deriva en rebelión, sino en desmoralización, resignación, riñas fratricidas, exacerbación del servilismo acomodaticio, o incluso suicidios (individuales y colectivos). De hecho, no todos los guetos se rebelaron. La desesperación, por sí sola, no puede explicar el fenómeno. Con ella, incidió también –y mucho– la indignación, la convicción ética de estar sufriendo una tiranía injusta, absurda, criminal, aberrante… y como tal, intolerable. Los judíos insurrectos de los guetos tomaron las armas no sólo por el hartazgo del hambre o el miedo a morir gaseados, sino también para afirmar sus derechos humanos, su dignidad humana, su condición humana misma, ante un régimen despótico construido sobre la premisa de que no eran plenamente humanos.
El viejo antisemitismo cristiano les daba a los israelitas la posibilidad de «regenerarse» apostatando de su fe «deicida». Si se convertían a la «verdadera religión», si renegaban de su identidad, podían conservar sus vidas. Pero el moderno antisemitismo biológico de los nazis no contemplaba ni siquiera ese trato extorsivo. Todo judío, por el solo hecho de ser descendiente de judíos, resultaba «irrecuperable». Su «raza», independientemente de cuál fuese su religión o cultura, lo condenaba. Era un «mal» sin cura, y había que extirparlo de raíz antes de que infectara al «elemento sano» de la sociedad.
Los judíos se rebelaron por desesperación, cierto. Pero también por indignación. Indignación ante un régimen racista que los demonizaba y deshumanizaba, que los trataba como criminales o enemigos sin ninguna razón valedera.
De todas las sublevaciones, la más grande fue la del gueto de Varsovia. En éste, la superpoblación había alcanzado proporciones inimaginables: medio millón de judíos varsovianos y deportados en un área de apenas 3,3 km². Hacia octubre de 1940, sus habitantes quedaron totalmente aislados del resto de la ciudad. La penuria se agravó cuando más de 40 mil israelitas de Alemania y Bélgica fueron confinados tras sus muros. La cuarta parte de la población del gueto perecería a raíz de la desnutrición, la morbilidad y los maltratos soportados.
La primera ola de deportaciones no generó mayor oposición. Se creía que su destino era algún campo de concentración, no de exterminio. Pero con el transcurso del tiempo ese «optimismo» se fue diluyendo. Ninguna noticia llegaba al gueto de Varsovia sobre la suerte de los deportados, y comenzaron a filtrarse rumores a través de los guardias alemanes. Se empezó a sospechar así la cruda verdad, hasta que finalmente fue vox populi que la «relocalización» respondía a un plan orquestado de aniquilamiento. Entretanto, la hambruna y las epidemias diezmaban a los moradores del gueto.
El chispazo que provocaría el estallido fue la reanudación de las deportaciones durante los primeros días del año 1943, en grandes cantidades. La situación generó inquietud, pánico y alarma. Pero también mucho malestar y furia. Las cartas de la insurrección ya estaban echadas. Los judíos del gueto de Varsovia comenzaron a organizarse y prepararse en secreto. No habría marcha atrás.
Cuando el 18 de enero los nazis intenten deportar la población remanente del gueto, se toparán con una enconada resistencia armada que jamás previeron. Tras cuatro días de intenso combate, los soldados alemanes deberán replegarse sin haber podido cumplir su cometido.
El alma de este conato numantino de autodefensa fueron la Żydowska Organizacja Bojowa (ŻOB) y la Żydowski Związek Wojskowy (ŻZW), la «Organización Judía de Combate» y la «Unión Militar Judía», predominantemente integradas por jóvenes militantes de agrupaciones sionistas clandestinas, muchos de ellos ex soldados y ex oficiales del Ejército polaco. La ŻOB era de tendencia socialista, y había surgido pocos meses atrás, a mediados de 1942. La ŻZW, por el contrario, tenía una orientación ideológica más conservadora, y sus orígenes se remontaban a los inicios de la ocupación germana, allá por noviembre del 39.
Una digresión: el sionismo, en aquella época donde aún no existía el Estado de Israel (recién instituido en 1948), no necesariamente implicaba la propugnación de políticas antiárabes en Medio Oriente, ni tampoco suponía siempre la adhesión al judaísmo rabínico ortodoxo. Sionistas eran, por entonces, todos los judíos nacionalistas que abogaban por la Aliyá, vale decir, por el retorno de los israelitas de la diáspora a Palestina, la tierra de la cual sus ancestros habían sido expulsados muchos siglos atrás. El sionismo de derecha, ligado al fundamentalismo religioso, propiciaba la implantación manu militari –con apoyo de las potencias imperialistas– de un Estado nacional judío de impronta expansionista y segregacionista. Pero el sionismo de izquierda, en cambio, que desde hacía más de 30 años venía impulsando la creación de pequeñas comunidades agrícolas cooperativistas en suelo palestino (los célebres kibutzim), proponía un modus vivendi binacional en el cual la población árabe nativa y los judíos repatriados –muchísimos de ellos sobrevivientes de la Shoá– pudiesen cohabitar en paz, armonía e igualdad. Por desgracia, sería el sionismo de derecha el que gane la pulseada, con sus consabidas secuelas históricas, signadas hasta hoy por la tragedia.
Volvamos al gueto de Varsovia. Repelidos los nazis, la ŻOB y la ŻZB se hicieron del control. Todos los judíos colaboracionistas fueron ajusticiados. El armamento disponible era extremadamente modesto, y no alcanzaba para todos: pistolas, revólveres, algunas decenas de rifles vetustos y una sola ametralladora, amén de las granadas provistas subrepticiamente desde el exterior por los partisanos polacos de Armia Krajowa y Gwardia Ludowa. El contraataque alemán era inminente, y prometía ser devastador. Se apostaron retenes de guardia en todas las esquinas, se fabricaron bombas molotov y se construyó contra reloj una red subterránea de refugios antiaéreos.
Entretanto, la guarnición nazi que vigilaba el gueto fue ampliamente reforzada. Más de 2.000 soldados y policías, incluyendo contingentes de las temibles Waffen-SS, fueron dispuestos alrededor del perímetro. También gran cantidad de tanques, carros lanzallamas y piezas de artillería. El Gral. Jürgen Stroop quedó a cargo del asedio.
La resistencia polaca intentó denodadamente romper el cerco para que los habitantes del gueto pudieran evadirse y unirse a ellos. Pero las tropas sitiadoras germanas, superiores en número y poder de fuego, frustraron la tentativa casi por completo. Solo un puñado ínfimo de judíos lograría escapar.
El asalto al gueto de Varsovia comenzó el 19 de abril de 1943. La resistencia de la ŻOB y la ŻZB fue tenaz, aguerrida, heroica. También ingeniosa en el uso de las tácticas guerrilleras. Y conmovedora en muchos aspectos: gran cantidad de adolescentes –muchos de ellos huérfanos– participaron activamente de los combates, arrojando bombas molotov o granadas contra el enemigo, escabulléndose luego como topos por las alcantarillas. Pero sin armamento pesado, nada se pudo hacer frente a la poderosa maquinaria militar del Reich.
A medida que la reconquista del gueto progresaba a sangre y fuego, acumulando miles de cadáveres y cautivos, las represalias se fueron multiplicando: persecuciones y golpizas salvajes, asesinatos a quemarropa, voladura de búnkeres, quema de viviendas, deportaciones multitudinarias… Con los nazis siempre había lugar para más horror. Muy pronto, a causa de los bombardeos e incendios, el gueto de Varsovia quedó reducido a un cúmulo de ruinas humeantes.
Numerosos judíos decidieron matarse, individualmente o en grupo. Preferían acabar con sus propias vidas antes que afrontar un nuevo calvario de humillaciones y tormentos: ser capturados, vejados, apaleados, torturados, enviados a un campo de exterminio, encerrados en la siniestra Gaskammer, gaseados e intoxicados con monóxido de carbono hasta la asfixia, incinerados impíamente en hornos (la cremación era desaprobada por el judaísmo ortodoxo, por ser incompatible con la creencia escatológica en la resurrección de los muertos). ¿Quién podría juzgarlos por elegir el suicidio?
Dos milenios atrás, otros hebreos sitiados y vencidos por un imperio opresor, los zelotes de la fortaleza de Masada, habían hecho lo mismo que ellos: luchar con heroísmo hasta el final, y luego suicidarse para no caer en las garras de Roma, sedienta de revancha. El numantinismo de Masada tenía un lugar de privilegio en la memoria colectiva del pueblo judío. Los insurrectos del gueto de Varsovia no podían ignorar aquel impactante episodio de la historia antigua, relatado por Flavio Josefo en su crónica La guerra de los judíos. En algún momento, por un instante, el ejemplo de Masada debe haber relampagueado en sus conciencias.
El 16 de mayo, a cuatro meses de que estallara la sublevación, y a uno de que comenzara el asedio, el Gral. Stroop dio por terminada la operación Gueto (léase: la cacería y carnicería de judíos). A las 20.15, la Gran Sinagoga de Varsovia fue dinamitada para ilustrar con su desaparición la de toda la población israelita de la ciudad. El propio Stroop apretó el botón luego de hacer un solemne suspenso y gritar “Heil Hitler!”. Donde fuera el gueto, los nazis construirían un campo de concentración y fusilamiento para prisioneros de guerra polacos.
¿El saldo? Espeluznante: cerca de 13 mil judíos muertos y más de 56 mil deportados (principalmente a Treblinka, 80km al nordeste de Varsovia, donde serían masacrados en la cámara de gas).
Unos pocos judíos lograron sobrevivir escondidos en las alcantarillas. Cuando en agosto del 44 estalle el alzamiento general de Varsovia, se unirán a los partisanos polacos. Pero tampoco esta vez la fortuna les sonreirá con la victoria. La urbe toda fue arrasada por los nazis, edificio por edificio, con ayuda de lanzallamas y explosivos.
El Ejército Rojo entraría en Varsovia –lo que quedaba de ella– el 17 de enero de 1945, en los estertores de la Segunda guerra mundial. La liberación de Polonia del yugo nazi quedaría completada muy poco después, en los primeros días de febrero.
Jürgen Stroop, tras una serie de peripecias judiciales en Alemania y Polonia –que resultaría engorroso detallar aquí–, fue finalmente ajusticiado en el presidio de Mokotów, Varsovia, el 6 de marzo de 1952. Sus crímenes de lesa humanidad eran de una magnitud tal que no admitían perdón ni benignidad. En una aleccionadora ironía de la historia, su ejecución tuvo lugar donde otrora estuviera emplazado el gueto.
En mayo de 1942, algunos meses antes de la sublevación, los nazis rodaron en la zona segregada de Varsovia un documental de propaganda antisemita: El Gueto. Se ofrece en él una mirada burdamente estereotipada y denigratoria de la judeidad, sin ningún rigor sociológico, saturada de racismo: algunos israelitas viven como animales en una miseria abyecta, mientras que otros más pudientes son cruelmente indiferentes ante la suerte de sus semejantes. Las prácticas ceremoniales de la religiosidad judía (la circuncisión por ej.) son mostradas como supersticiones incivilizadas de un pueblo primitivo en vías de extinción. Por alguna razón que se desconoce, El Gueto quedó inconcluso. Nada se supo de este material fílmico durante decenios, hasta que sus rollos fueron encontrados de casualidad dentro de una caja, en un archivo secreto de la extinta República Democrática Alemana.
El levantamiento del gueto de Varsovia hizo su primera aparición en el cine de la mano de Aleksander Ford (1908-1980), el director laureado de la Polonia estalinista de Posguerra, quien tuvo entre sus discípulos nada menos que a Roman Polanski y Andrzej Wajda. Su interés por la gran tragedia varsoviana del 43 es comprensible: Ford era polaco y judío, y de no haberse exiliado en la URSS al estallar la Segunda guerra mundial, bien pudo ser uno de sus mártires. En 1949, estrenó Ulica Graniczna, «Calle Frontera», película dramática que se inscribe en el realismo socialista. Cuenta las vicisitudes de un grupo de muchachos polacos y judíos en un vecindario de Varsovia, desde las vísperas de la invasión nazi hasta la insurrección del gueto. Sus circunstancias sociales, entornos familiares, trayectorias de vida y vínculos de amistad se verán cada vez más afectados por el antisemitismo, en un crescendo de oscuridad que va de los prejuicios «menudos» hasta el terrorismo de Estado a gran escala. El film culmina con el alzamiento del gueto, homenajeando el heroísmo de los insurgentes y bregando por la unidad nacional entre polacos no judíos y polacos judíos.
En la extensa filmografía de Wajda, el tópico del gueto varsoviano es recurrente. Emerge por primera vez en Generación (1955), film emblemático del nuevo cine polaco posestalinista y su renovación estética. Relata la historia del joven Stach Mazur y sus amigos en la Varsovia ocupada, cuya oposición al nazismo, inicialmente materializada en acciones espontaneístas, va derivando en un creciente involucramiento con la resistencia comunista. Cuando el director polaco llega con su narración a la revuelta del gueto, pone el acento en la solidaridad de los partisanos de Gwardia Ludowa con los judíos insurgentes.
En Sansón (1961), basada en la novela de Kazimierz Brandys, Wajda cuenta en clave expresionista la odisea de Jakub Gold, otro muchacho judío de Varsovia, estudiante universitario esta vez. Por matar accidentalmente a un compañero polaco que trató de defenderlo de una agresión antisemita, Jakub va a parar a la cárcel. Cuando sale, se topa con la ocupación nazi y la segregación racista. Volverá a ser recluido, pero no ya en la penitenciaría sino en el gueto. Logrará finalmente escapar de él, y hallar personas que le den asilo clandestino en sus hogares. Pero tras una serie de vivencias, Jakub decide regresar al gueto. Y cuando estalla la insurrección, se suma a ella.
En 1995, Wajda da a conocer al público y la crítica Semana Santa, adaptación cinematográfica de la novela corta de Jerzy Andrzejewski. Irena, una mujer judía, consigue huir del gueto de Varsovia. Jan, un antiguo novio polaco que se ha casado con otra mujer, se arriesga a darle refugio. El largometraje explora con gran profundidad psicológica las complejas relaciones entre judíos y polacos, uno de los temas que más obsesionó siempre a Wajda. La trama se desenvuelve durante la Semana Santa de 1943, sobre el telón de fondo de la rebelión del gueto varsoviano.
El cineasta estadounidense Jon Avnet llevó los sucesos a la pantalla chica en su miniserie Uprising, con Donald Sutherland, Jon Voight, Radha Mitchell y Hank Azaria, entre otros actores. Salió al aire por la cadena NBC en noviembre de 2001.
Polanski –que siendo muy joven había actuado en Generación, el precitado largometraje de Wajda– retrató magistralmente la tragedia del gueto de Varsovia y la sublevación del 43 en El pianista, su célebre película de 2002 protagonizada por Adrien Brody. Está inspirada en El pianista del gueto de Varsovia (1946), el libro de memorias del eminente músico judío polaco Wladyslaw Szpilman (1911-2000), cuya redacción estuvo a cargo del escritor Jerzy Waldorff, amigo personal de Szpilman. La adaptación fílmica de Polanski cosechó innumerables elogios de la crítica, y premios de primerísimo orden en los festivales internacionales. Su trama, que discurre en Varsovia a lo largo de toda la Segunda guerra mundial, es un sobrecogedor descensus ad inferos: la invasión alemana, las primeras medidas segregacionistas del régimen nazi contra los israelitas, la reclusión en el gueto, la miseria y el hambre, la espiral sin fin del terrorismo de Estado, la represión del levantamiento de 1943, la destrucción del gueto, el aplastamiento de la insurrección polaca del 44… Todo eso vivido en carne propia por un sobreviviente milagroso: el judío Wladyslaw Szpilman, el pianista.
Aleksander Ford, Andrzej Wajda, Roman Polanski. Tres grandes cineasta polacos. El séptimo arte ha sabido memorializar la historia de la Masada moderna, en toda su épica y en toda su tragedia. Sus héroes y mártires no serán presa fácil del olvido.
Federico Mare
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