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Jun 24, 2018 La Quinta Pata Ramón Ábalo Comentarios desactivados en A-páguese la luz
Y la luz se apagó…
Estaba amaneciendo, cuando el viejo se levantó con la necesidad de tomar unos mates. Prendió la hornalla con el encendedor al que apenas le quedaban unas gotas de bencina para hacer fuego.
Había abjurado toda su vida de la tecnología de mierda que rodeaba la casa, y se había desprendido a regañadientes, varios siglos antes, de su amada Olivetti que tantas satisfacciones como escritor y periodista desocupado le habían dado. Se sentó en el sillón regalado después de un incendio sufrido, y entre penumbras esperó que el agua hirviera. Se encendió un pucho y miró a través de la ventana. Recordó y puteó como loco porque desde hacía tiempo había dejado de comprar el diario UNO, un diario también de mierda, pero que lo acompañaba por lo menos los domingos. Y había dejado de comprarlo precisamente porque todos le habían proclamado el triunfo de la sacrosanta religión de internet, y con la argenta había adquirido una computadora de escritorio.
–¡Para escribir mis obras biográficas!- decía siempre a sus amigos, mientras se reía y guiñaba un ojo. Sin embargo, hoy ese bendito diario, le hacía más falta que nunca. Un repaso por la sección de cultura, una ojeada a la portada, y otra ojeada a la parte de deportes. Se acercaba a mayor velocidad a las noticias internacionales, tal vez buscando algún reporte que hablara de revoluciones en Latinoamérica, o levantamientos populares en alguna isla del mar Egeo. Pero nada. Sólo otra misa más del Papa Francisco en algún lugar recóndito del planeta, o una canallada de Trump, de esas que decía todos los días, pero que los medios amplificaban como si fueran verdades reveladas.
Resignado, observaba cómo se iba la sombra, y tal vez la vida, mientras seguía de cerca, con sus oídos, el tenue sonido de la tetera que en la cocina le gritaba ayuda para que la apagara.
Con recóndito suspiro se paró y lanzó un -¡eso! Para darse fuerza y levantarse. Se acercó a la cocina, y como si nada apagó la hornalla, agarró la tetera con un renegrecido repasador y volvió al comedor, donde lo esperaba la mesita con la yerba y el mate.
Se sentó.
Y volvió a mirar la ventana. Balbuceó unas palabras de extrema nostalgia y mientras observaba las estatuillas de toda clase y reconocimiento que habían en la chimenea, pegó una chupada al mate y gritó de pronto: -¡me cago en Dios carajo que está caliente el agua!-, mientras se sacudía la lengua en señal de ardor.
Se levantó y con el dolor a cuestas se acercó a la chimenea. Mientras repasaba los objetos, estatuillas de metal o plástico, o simples pergaminos que ostentaban un “En reconocimiento a…”, las imágenes que aparecían en su mente se iban trastocando, en imágenes más fuertes, de un tiempo ido, esfumado, inmisericorde, lleno de contradicciones y melancolías. Pasaron cinco minutos, hasta que se dio cuenta de que lo que buscaba realmente no era su pasado, sino la maldita boleta de la luz que le había llegado y que daba cuenta de los nuevos tiempos. Se acordó cuando en su casa apagaron las luces y encendieron una vela en señal de protesta. Cuando doña Florinda, la mamá del Mario, guió a las conventilleras del barrio a hacer una barricada en la costanera, porque la luz era impagable. Recordó a las maestras y a la Amalia junto a sus compañeras, cuando corrían perseguidas por la calle Montevideo por los hidrantes, y presintió un temor gélido, helado.
Volvió a chupar pero ya no gritó, sólo gimió, como aguantando el calor de la pitada.
Observó el televisor, miró la computadora, alzó la vista hacia el aire acondicionado, y mientras el sol le ganaba a la mañana, sonó el timbre del teléfono. De ese teléfono que lo había acompañado durante más de cuarenta años.
-Telefónica le recuerda que debe realizar el maldito pago, sino le será cortada la estúpida línea- algo así sentía en su cabeza, mientras la señorita le recordaba con buenos modales, que si no pagaba a los treinta días, le sería cortado el servicio.
– ¡Y bueno!- sentenció resignado en voz alta, como aquel zorro que no puede alcanzar las uvas y dice que están maduras.
-Total, es peor no poder pagar la luz-, se dijo a sí mismo, mientras recogía la campera, miraba la lámpara apagada, le avisaba a su Marcelita que ya volvía, se colocaba la gorra para el frío, tomaba el último mate, agarraba un par de libros sobre la Media Luna y decía en voz alta -¡habrá que salir a buscar el mango nomás!
Por Jorge Ábalo
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