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Oct 09, 2011 La Quinta Pata El baúl Comentarios desactivados en El Yuro
Después de perder el rastro de nuestra gente volvimos a caer en La Higuera, lugar que nos traía recuerdos dolorosos que aún no se habían borrado. Nos sentamos casi frente a la escuela del lugar. Los perros ladraban con persistencia pero no sabíamos si era delatando nuestra presencia o estimulados por los cantos y gritos de los soldados que esa noche se emborrachaban eufóricos.
Jamás nos imaginamos que a tan corta distancia de nosotros aún estaba allí herido, pero con vida, nuestro querido comandante.
Con el transcurso del tiempo hemos pensado que tal vez, si lo hubiésemos sabido, habríamos tratado de hacer una acción desesperada por salvarlo, aun cuando eso nos significase morir en la empresa.
Pero esa noche tensa y angustiosa, ignorábamos absolutamente lo que había sucedido, y en voz baja nos preguntábamos si quizás otro compañero, además de Aniceto, había muerto en el combate.
Seguimos caminando, bordeando La Higuera sin alejarnos mucho y al amanecer, con las primeras luces del día, nos ocultamos en un lugar del monte muy poco denso.
Habíamos decidido caminar solamente de noche de manera que el día era de vigilancia rigurosa.
El día 9 fue tranquilo. Dos veces vimos pasar un helicóptero, el mismo que en esos instantes llevaba el cadáver aún tibio del Che, asesinado cobardemente por orden de la CIA y de los gorilas de Barrientos y Ovando; pero nosotros no sabíamos nada.
No teníamos más comunicación con el exterior que un pequeño aparato de radio que era de Coco, pero ahora lo cargaba Domingo. Esa tarde Benigno escuchó una información confusa. Una emisora local anunciaba que el ejército había capturado gravemente herido a un guerrillero que, al parecer, era el Che. Desestimamos inmediatamente esta posibilidad, puesto que si lo hubiese sido, pensábamos habrían hecho un gran escándalo. Pensamos que el herido podía ser Pacho y la confusión derivada de algún parecido que podría haber entre ambos.
Esa noche caminamos por quebradas infernales, riscos filudos y empinados que ni las cabras habrían escogido. Pero Urbano y Benigno, con su sentido de orientación extraordinario y una decisión inquebrantable, nos guiaban, sacándonos lentamente del cerco.
Avanzamos poco. El día 10 nos sorprendió en un lugar a un lugar cercano a La Higuera y comentamos alegremente que el agua que estábamos tomando era la misma que más abajo tomaban los soldados. Otra vez estábamos esperando la noche para alcanzar el Abra de Picacho por donde pensábamos romper el cerco.
Aproximadamente a la una tarde, Urbano escuchó la noticia que nos dejó helados: las emisoras anunciaban la muerte del Che y daban su descripción física y su indumentaria. No había posibilidad de equivocarse, porque señalaban entre su indumentaria lasa chamarra que era de Tuma y que el Che se ponía para abrigarse en las noches, y otros detalles que nosotros conocíamos perfectamente.
Un dolor profundo nos enmudeció; Che, nuestro jefe, camarada y amigo, guerrillero heroico, hombre de ideas excepcionales, estaba muerto. La noticia horrenda y lacerante, nos producía angustia.
Permanecimos callados, con los puños apretados, como si temiéramos estallar en llanto ante la primera palabra. Miré a Pombo, por su rostro resbalaban lágrimas.
Cuatro horas más tarde el silencio fue roto. Pombo y yo conversamos brevemente. La misma noche de la emboscada del Yuro los seis nos habíamos puesto de acuerdo para que él asumiera el mando de nuestro grupo hasta que encontráramos al Che y al resto de nuestros compañeros. Era preciso, en este instante tan especial, tomar una decisión que honrara la memoria de nuestro querido jefe. Intercambiamos algunas opiniones y luego ambos nos dirigimos a nuestros compañeros.
Es difícil reflejar exactamente, en sus menores detalles, un momento saturado de tantas emociones, de sentimientos tan profundos, de dolor intenso y de deseo de gritar a los revolucionarios que toso no estaba perdido, que la muerte del Che no se convertía en panteón de sus ideas, que la guerra no había terminado.
¿Cómo describir cada uno de los rostros? ¿Cómo reproducir fielmente cada una de las palabras, de los gestos, de las reacciones, en aquella soledad impresionante, bajo la amenaza siempre permanente de una fuerza militar canibalesca que nos buscaba para asesinarnos y ofrecía recompensa por nuestra captura “vivos o muertos”?
Solo recuerdo que con una sinceridad muy grande y unos deseos inmensos de sobrevivir, juramos continuar la lucha, combatir hasta la muerte o hasta salir a la ciudad, donde nuevamente reiniciaríamos la tarea de reestructurar el ejército del Che para regresar a las montañas a seguir combatiendo como guerrilleros.
Con voces firmes pero cargadas de sentimiento, esa tarde surgió nuestro juramento, el mismo que ahora cientos de hombres de muchas partes del mundo han hecho suyo, para plasmar en realidad el sueño del Che.
Por eso la tarde del 10 de octubre, Ñato, Pombo, Darío, Benigno, Urbano y yo dijimos en la selva boliviana:
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p style=»padding: 0; margin: 5px auto 5px 30px;»>Tus ideas no han muerto. Los que combatimos a tu lado, juramos continuar la lucha hasta la muerte o la victoria final. Tus banderas que son las nuestras no serán arriadas jamás. ¡Victoria o muerte!
Tricontinental 83, 5-82, págs. 131 – 33
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