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Sep 26, 2008 La Quinta Pata Creacion Comentarios desactivados en Enrique y Eulalia se amaban
―Firmá acá. Ponés tu firma y queda todo listo. Los dos vamos a tener plata papá. Mucha plata. Yo sé lo que te digo. Vos sabés que nunca dejaré de amarte, pero esta es la oportunidad de nuestras vidas―
―Yo no quería que viajaras a visitar a tus padres. Ni sabía dónde está Metz, ¿Qué es eso? ¿Dónde queda? ¿Es una isla? ¿Por qué te quedaste tanto tiempo? Ibas por treinta días, eso me dijiste y recién ahora volvés y con toda esta historia de que tenemos que divorciarnos para que te casés de nuevo. Si estás casada conmigo ¿Te olvidaste?―
―No mi amor. Te lo dije. Lo expliqué bien. Parece que no me escuchás cuando hablo. Él es millonario. Anciano. Sin familia. Se prendó de mí. Fue muy sincero. Yo también. Le hablé de vos. Le conté que sos alto, apuesto. Le dije todo. Que te quería. Que fuiste el último hombre de mi vida, más importante que el primero. Y vos sabés como son los ricos. Me dijo, lo mío es mío y de nadie más. Divorciate, casate conmigo, dame felicidad en mis últimos años y todo mi dinero será para vos. Te voy a enseñar cómo administrarlo para que nunca más seas pobre. Pero sacudite a ese Enrique de encima. No quiero que mañana golpeen mi puerta y me digan: Yo soy el marido de Eulalia. No. Serás mi mujer. Y yo tu hombre hasta donde me den las fuerzas, las ganas y el tiempo.
―Viejo baboso― dijo Enrique y pensó en su Eulalia, no en esa extranjera que venía de Metz. Cuando salía del baño cubierta con una pequeña toalla. Él, en la cama, a la espera de su aparición y ella a sabiendas de que él estaba ahí. Se montaba sobre el pecho de Enrique, se deslizaba con pequeños saltos hasta su cara, hasta su boca, estiraba sus bellas piernas y le decía lo de siempre, aunque cada vez, renovado: ¿Querés un poco de esto? Y depositaba suavemente sobre su boca un tesoro de humedad y leve sal. Luego, descendía de a poco, como si nunca fuera a llegar. Se deslizaba lenta hasta el punto donde Enrique no la dejaba pasar.
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―Yo era una monja y vos te metías en mi lecho de la celda de clausura. Saltaste muros. Te orientaste por largos corredores hasta que llegaste a mí. Yo quería consagrarme al Señor y vos querías mucho más, que yo me entregara a vos, a tu persona, a tu sexo. Yo dormía como Dios me trajo al mundo y eso fue ventaja para vos porque recorrías mi cuerpo en la búsqueda de la llave que despertara mis ansias. La encontraste. O te la ofrecí. Y empezamos a cometer pecados―
―¿Donde hay que firmar?― ganaba tiempo Enrique y se sumergía en Angelita. Un ser celestial, que ocupaba el cuerpo de Eulalia en algunas noches. Angelita ¿Por qué sólo volar, oficiar de guarda de un niño de kinder, entonar cánticos que conmueven a los cielos, revisar el libreto, el rol, asignado para el Juicio Final? ¿Por qué no conocer a un hombre y gozar con él? Pero ¿Cómo? Sin cuerpo y hasta con esas alotas que adosaban pintores renacentistas. Eulalia era Angelita. O, acaso, dudaba, era a la inversa. Tal vez le tocó a él un milagro, único en el mundo: acostarse con una ángela, en una destrucción absoluta de esas antiquísimas discusiones sobre si los ángeles tenían o no sexo. Claro, nadie le levantó la túnica a un Gabriel o a un trompetista de Jericó para ver que había debajo. La discusión se centraba en sesudos cardenales que, cada tanto, en homenaje a sus años adolescentes o a una querubinesca imagen de su infancia, se masturbaban.
―Él es desinteresado ―tranquilizaba Eulalia a Enrique― me pide poco. Que baile. De su note-book, que siempre lo acompaña, saca una música rarísima, muy vieja y me dice, dale, movete como Rita Hayworth en “Gilda”. Cambia el canal y no me ordena, es muy suave: sos Olivia Newton John en “Grace” trancos cortos, eso, eso, caderas, los brazos, la cara, mirame, seguí, seguí.
―¿Y la monja?― Enrique, inmerso en sus vivencias. No podía desconectarlas de ese presente que se le venía encima, de ese adiós.
―Nada que ver― Lo tranquilizaba Eulalia y lanzaba un manto sobre los celos de su hombre o ya, su ex hombre ―Le gusta hablar, de lo que hizo, de lo que vivió. Le agrada que lo escuche, que le pregunte, que me asuste con sus relatos de cómo cruzó, cuando era joven, el río Congo en una balsa a punto de naufragar y con las riberas llenas de cocodrilos de más de tres metros de largo esperando que algún humano, un bocado, cayera al agua―
―Es un viejo versero― se defendía Enrique que nunca navegó, excepto un paseo en “La Cuyanita”, en el lago del parque, cuando tenía diez años.
―No. Ha viajado mucho. Todo lo que habla es cierto. Me cuenta que conoció al amor, al verdadero amor, pero que este le fue esquivo. Así lo dice. Y me habla de otras formas de amor. Vas a aprender a quererme, me dice, porque tener mucho dinero para las mujeres es como ser muy buen mozo o talentoso. Simplemente, amá a mi plata. A todo lo que te voy a dar: coches, ropas, viajes, un departamento frente a la torre Eiffel, en Paris, para que vayas en primavera. Otro en calle Corrientes, en Buenos Aires para tus inviernos. Una casa con embarcadero en Piriápolis. Un yate. Cuentas en diferentes bancos del mundo. Rentas. Todo será tuyo.
―-Así podría tener a la úlltima Miss Universo si quisiera― opinó Enrique
―Me eligió a mí. Me conoció a mí. Firmó el contrato prenupcial en mi presencia, con sus escribanos y abogados. Pero no puedo disponer ni de un peso hasta que no me des el divorcio, firmá de una vez― insistidora Eulalia.
―Sabe que se va a morir y está apurado el viejo matuasto― el rencor lo ganaba a Enrique, simple trabajador, auto barato, ni muy nuevo ni muy antiguo, sueldo por encima, no mucho, de la línea de pobreza. Setentista en sus mocasines, jeans, remeras, anteojos ahumados rayban, cerca de la jubilación, ahí no más, aunque no tanto.
―Bueno ¿Adónde hay que poner el garabato?― se hacía el distraído Enrique. Y le venían a la mente esas noches en las que intentaba contarle a Eulalia su primera juventud en la Compañía Comando. Cuando un cabo le metió diez días de arresto porque él le dijo: usted no puede comer como un animal, ahí, solo, engullendo en la punta de un largo mesón, no se come así. Cuando quería hablarle a Eulalia de cómo perdió a una hija, no porque ella murió, sino porque se la robaron con el canto de sirena del dinero. Le ofrecieron bienestar, estudios y ella se quedó con ese padre sustituto, falso padre, que aprovechó la hora en que él, Enrique, triunfador, gerente, dueño de locales, caía. Momentos difíciles. Una madre (su primera mujer) que a su hija le hablaba todos los días mal de él, un villano invitado a sus vidas, alguien que debía ser reemplazado, porque no se portó del todo bien y, encima, casi arruinado. Un torbellino de pensamientos. Recuerdos.
Lo grave, varias veces trató Enrique de referirle a Eulalia su paso por la colimba. O la historia de su hija, ahora una brillante profesional que no lo saluda cuando se encuentran frente a frente en calle San Martín. Y él, que no se anima a gritarle: ¡Eh!, boluda, yo soy tu padre.
Lo grave. Eulalia siempre se dormía no bien Enrique empezaba con sus añoranzas. Un consuelo: también te le vas a dormir a ese viejo ricachón. No lo dijo, pero lo pensó. Una mínima venganza proyectada hacia el futuro. Y la certeza, un mundo que desaparecería para siempre, su último mundo, si suscribía ese papel.
Firmó.
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