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Mar 23, 2022 La Quinta Pata Otras, Quintaesencias Comentarios desactivados en Marzo y abril del 76 en el relato de Ramón Abalo*
Hugo de Marinis / La Quinta Pata
A 46 años del último golpe de Estado compartimos con nuestros lectores una conversación donde Ramón Ábalo rememora sus tribulaciones junto a un de un grupo de amigos en aquel momento funesto para el pueblo argentino. Pese a la tragedia que se acentuaría gravemente a partir de entonces el entrañable Negro con un dejo de humor cuenta en un contexto ultra represivo corridas y peripecias que podrían haber significado la pérdida de la libertad o peor aún, la muerte, como sucedió con tantos otros queridos compañeros.
– A comienzos del 75 puede haber sido, llegó al pago el Gordo Domingo Politi, que venía de Chile disparando del pinochetismo. Con él iniciamos la trama de un viejo anhelo que teníamos: empezar a andar por Latinoamérica. El Gordo con buen olfato ya había anticipado lo que se venía: Negro, se viene la cagada en cualquier momento, así que preparémonos para rajar. Yo te invito para que nos pongamos las pilas y piantemos juntos. Él tenía un buen auto, que era un Rambler grandote, tenía las cámaras de fotos, estaba muy bien equipado.
– ¿Iban a yugar con lo de las fotos?
– Esa era la idea. Nos propusimos formar un equipo de cuatro tipos. Con Politi venía disparando un chilenito, el Pino Fernández. Era periodista, había trabajado con el Gordo en el Puro Chile. El cuarto incorporado fue el Carlitos Pereyra, que era también fotógrafo. Así que nos largamos a andar. Primero fuimos por acá nomás, Tunuyán, San Carlos. Salíamos los lunes y volvíamos los fines de semana. Estos viajecitos tenían el propósito de ver cómo andábamos humanamente.
– Además ya había empezado una sangría horrible.
– Sí, la realidad política que se estaba viviendo ya se percibía muy dramáticamente. En casa, frente a la comisaría habían cercado las esquinas para la seguridad de los canas. Me acuerdo de que una noche, un fin de semana que estaba en Mendoza, había venido el Armando [Tejada Gómez] y me invitó a un asado que se hacía en la casa de su hermano, a unas cuatro o cinco cuadras de la mía. Yo me había ido con mi sobrino, el Ramirito. Cuando volvíamos teníamos que hacer señales al guardia de la comisaría, a pesar de que solo veníamos caminando, pero todo peatón se tenía que identificar. Yo venía bastante chispeado así que le dije al Ramiro, pasemos así nomás, que se vayan al carajo. Inclusive, cuando ya estábamos frente a la casa – me contaron Amalia y mi sobrino porque yo venía en curda y no recordaba nada – que yo me zafé, puteé a los milicos, me metí a casa y me quedé dormido. Al rato golpearon: Eran ellos y Amalia los atendió: Queremos que venga el señor ese que entró recién. Mi mujer les dijo que estaba durmiendo, pero ellos insistían, no, tiene que salir porque nos ha insultado. Amalia se dio cuenta que me querían llevar, entonces cerró con llave, pero como el Ramiro estaba ahí se lo quisieron llevar a él. Amalia se negaba aún más y el Ramiro les metía el perro de que no había escuchado ninguna puteada, en todo caso si puteó, no fue a ustedes. El asuntó quedó en eso. Pero a partir de esta tontería pensé ya aquí quedé bien marcado.
Nos seguíamos yendo al sur por mayores espacios de tiempo. Cuando alcanzamos a llegar a San Rafael se vino el golpe. Por suerte para mí lo dieron un día de semana y como estaba trabajando no me encontraba en casa. Si hubiera sido un fin de semana me enganchaban. Me fueron a buscar inmediatamente después del golpe.
– ¿Quién te fue a buscar? ¿El ejército?
– El ejército y la policía. Pero me llegó la información. Cuando se las pasé a los muchachos les dije: Miren, yo de acá me tengo que mandar a cambiar ya, me voy, tírenme unos mangos, me tomo el tren y me voy a Buenos Aires. Pero el Gordo me planteó, pará un cachito, yo me mando para Mendoza a ver cómo está la cuestión. Una vez acá, habló con Amalia y se enteró de los detalles. Yo le sugerí que fuera a verlos al Negro Julio Castillo y al Tableta Spedaletti. Este último hacía policiales en El Andino, así que tenía contactos. Se fueron el Negro y el Tableta, a hablar con Julio César Santuccione, nada menos. La conversación se desarrolló entre dimes y diretes y por ahí el cabrón les preguntó ¿Quién es ese Negro Ábalo? Según cuenta el Negro Castillo este capo–cana y asesino llamó a un secretario que tenía ahí y le pregunta de nuevo ¿Vos sabés quién es el Negro Ábalo? El otro respondió, Jefe, comunista que agarramos y le damos patadas ahí nomás sueltan ‘el Negro Ábalo’. Santuccione les preguntó si era amigo de ellos y contestaron, sí, pero es un buen tipo, revolucionario de café, periodista, le gusta chupar, no tiene nada que ver. Pero Santuccione advirtió: Yo no sé si no tiene nada que ver pero tiene cuarenta y ocho horas para mandarse a mudar de San Rafael, no lo quiero ver más por acá, o va en cana.
– ¿De San Rafael o de Mendoza?
– De San Rafael, si yo estaba allá.
– Pero qué, ¿le dijeron que vos estabas en San Rafael?
– Amalia les había dicho dónde estaba cuando allanaron la casa. Yo no sé cómo no me agarraron ahí. Ya le habían puesto la bomba a la farmacia que tenía Martínez Baca. La cuestión es que zafé de esa y cuando volvió el Gordo levantamos todo y nos fuimos a Buenos Aires. Antes de salir, hasta pasamos por Mendoza y todo.
– ¿Quién conocía a Santuccione? ¿Castillo o Politi?
– No, el Spedaletti tenía la vinculación por su laburo periodístico. El Negro Castillo, como tenía los boliches y alguna influencia, fue y lo acompañó.
– ¿Politi no fue?
– No me acuerdo, pero creo que no.
– Qué locos, volver a pasar por Mendoza.
– Yo entré subrepticiamente a la casa; preparé los bártulos, estuve un día acovachado. Para colmo no teníamos pasaportes, no teníamos tampoco el permiso para que pudiera salir el auto. Todas esas diligencias había que hacerlas en Buenos Aires, en la Policía Federal. Finalmente partimos. Se quedó el Carlitos Pereyra porque ya no cuajaba con el Gordo, se puteaban todo el tiempo, ya no se podía seguir así y lo reemplazó Carlos Brega, otro sanrafaelino. Bueno, para lo del pasaporte tuvimos que ir los cuatro, que fotos por acá, que fotos por allá, teníamos un cagazo de la gran siete porque en cualquier momento quedábamos pegados. Pero lo peor fue cuando a la semana siguiente había que pasar a retirar la documentación. Ahí se iba a armar, pensé yo. Me hice el enfermo y los otros trataron de hacer el trámite por mí pero no hubo caso, había que ir personalmente. Al final, me decidí a ir, me acompañaron los vagos y todo pero te imaginás cómo iba. Sin embargo me lo dieron sin ningún problema. Ahora, cómo nos íbamos, cuando había que pasar por el camino clásico: Rosario, Córdoba, Tucumán, en todas había un quilombo de represión impresionante. Nos demoramos para ver si conseguíamos un salvoconducto o alguna cosa que nos permitiera libre tránsito. Ahí fue que lo vimos al Adolfo Morsella – el hermano del que estuvo con nosotros en la revista Voces – que trabajaba en prensa de la Nación. Cuando lo vimos nos dijo: no hay forma que se les dé un salvoconducto. Estos no son tan boludos, en las rutas hay diferentes jurisdicciones. Además en la ruta, cualquier miliquito es capo. Si se le ocurre que ustedes tienen algo que ver ahí nomás los hace mierda. Que era exacto lo que estaba pasando. Por fin alguien nos aconsejó que fuéramos por el litoral directamente pasando primero por Rosario, ciudad de Santa Fe, después a Resistencia, cruzar todo el norte y llegar a Jujuy para pasar a Bolivia desde ahí.
– En Jujuy los esperaba alguien ¿no?
– Sí, nos esperaba un chileno que también había hecho periodismo con el Gordo y el Pino y se había convertido en Jujuy en concesionario de la cantina de un club social. No estaba en San Salvador sino una ciudad que está a unos cien quilómetros, San Pedro. Nos recibió muy bien, nos dio alojamiento y nos pusimos a trabajar porque se nos había ido acabando la guita con todos los gastos que tuvimos que afrontar en la estada en Buenos Aires. Dos veces caímos en cana por boludeces. Fue porque sacábamos fotos en los ingenios que eran zona militar. Nosotros no nos habíamos enterado.
– Los ingenios eran el campo propicio del PRT.
– Como no sabíamos un carajo cuando nos vieron con las cámaras ahí nomás nos agarraron, aunque nos soltaron pronto. Estuvimos en Jujuy como un mes, pero como la cosa estaba medio complicada decidimos seguir para Bolivia. El asunto era cruzar la frontera.
– ¿Ya estamos hablando de mediados del 76?
– Tiene que haber sido abril de 76.
– Antes de pasar a Bolivia, contame cómo funcionaba el trabajo.
– El Gordo y el Brega eran los fotógrafos. El Pinito y yo, que salíamos a la mañana, éramos los preparadores. Íbamos casa por casa, golpeábamos las puertas y teníamos un verso: Somos de la revista tal y cual, estamos sacando fotografías de niños para un concurso así que sin ningún compromiso si en su casa tiene algún bebé o chico de hasta cinco años quisiéramos que nos permitan tomarles un retrato. El 80 por ciento nos decía que sí. Una vez que teníamos las tomas, volvíamos después con el trabajo terminado. No pedíamos plata ni nada pero sabíamos que en cuanto vieran la foto ahí nomás se la quedaban. Era muy raro que nos dijeran que no. Nos iba muy bien. Nunca hacíamos la comida, o sea, comíamos afuera. Teníamos el laboratorio propio, donde se hacía todo y la guita era buena. Pero llegamos a la conclusión de que nos teníamos que rajar de allí también, especialmente cuando nos metieron en cana al Pinito y a mí por segunda vez. Nos tuvieron casi veinticuatro horas.
– ¿Por qué fue?
– También porque nos habíamos metido en un lugar que no debíamos. Si bien ya no íbamos a la zona de los ingenios nos salió un laburo de alguien que vivía en un barrio que estaba cercano al radio de otro ingenio. Cuando las fuimos a entregar, de vuelta, al salir, nos estaba esperando la milicada, así que nos agarraron. Estuvimos metidos esa noche y todo el otro día. Recién a la próxima noche nos largaron. Pensaba que esa vez yo estaba realmente cagado. Lo que hacían era pedir antecedentes a la capital y claro, ahí no teníamos nada. El asunto era si pedían a Mendoza. Como no lo hicieron no quisimos arriesgarnos más.
Emprendimos la salida. El primer lugar que llegamos fue a General Mosconi. Ahí estaba un control de los gendarmes, a unos doscientos metros antes de la frontera y en la misma frontera había otro puesto de gendarmes. Los primeros nos pararon. En el auto llevábamos un carrito de acoplado. Ahí estaba el laboratorio y como parte de este, los elementos para hacer los químicos de la fotografía. Había también cámaras fotográficas y filmadoras porque una de las metas que nos habíamos propuesto era ir filmando para trabajos periodísticos y de paso hacernos de unos mangos más con eso. Cuando estuvimos en Buenos Aires habíamos hecho contacto con gente de un diario nuevo que había salido, cuyo propietario era Martínez de Hoz. ¡Qué locura! Los enganchamos y hasta nos habían dado credenciales. Cuando nos pararon tuvimos que mostrar el equipo. ¿Cómo explicar todo eso? Estuvieron revisando como dos horas. Este cabrón del Brega se había llevado unos libros y nosotros no nos habíamos dado cuenta, uno de ellos medio picante. De eso se agarraron los gendarmes para hacernos todo una serie de cuestiones, buscándonos la vuelta, pero al final nos dejaron pasar.
Cuando caímos en cana la segunda vez, los mismos policías nos sugirieron que solicitáramos una especie de salvoconducto: adonde vayan se presentan en la policía local y piden que les den uno a cada uno por cuestiones de trabajo. Nosotros ahí nomás aprovechamos para pedirles quenos hicieran ese trámite. Por supuesto lo presentamos a los gendarmes y lavida, aunque tarde en esa instancia, se nos hizo más fácil.
… * Tomado del libro-entrevista de Hugo De Marinis, Entre viñas, guitarreadas y revoluciones, Conversaciones con Ramón Ábalo (Mendoza, Editorial Cuyum, 2008 [págs. 114 – 118]) http://la5tapata.net/wp-content/uploads/2012/05/vinas-guitarreadas-revoluciones.pdf
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