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Dic 13, 2020 La Quinta Pata Opinión Comentarios desactivados en No habrá retorno a la normalidad luego del Covid. Entramos a una era post-humana y tendremos que inventar un nuevo modo de vida
Es tiempo de aceptar que la pandemia ha cambiado nuestro modo de existir para siempre. Ahora la especie humana se tiene que concentrar en el profundamente difícil y doloroso proceso de decidir qué nueva forma va a tener la “nueva normalidad”.
El mundo ha convivido con la pandemia la mayor parte de 2020 pero, ¿cuál es nuestra situación respecto al virus ahora, en los primeros días de diciembre, en pleno desarrollo de lo que los medios europeos llaman “la segunda ola”? Primero, no hay que olvidar que la distinción entre primera y segunda ola se centra en Europa: en América Latina el virus siguió un camino diferente. Se alcanzó el pico entre las dos olas europeas, y ahora, mientras Europa padece la segunda de ellas, la situación en América Latina ha mejorado levemente.
Debemos también tener en cuenta las variaciones en que la pandemia afecta las diferentes clases sociales (los pobres han sido golpeados con más intensidad), las diferentes razas (en Estados Unidos, negros y latinos la padecen mucho más) y los diferentes sexos.
Y deberíamos señalar especialmente los países en que la situación es tan mala – por guerra, pobreza, hambrunas y violencia – que la pandemia resulta un mal menor. Consideremos, por ejemplo, Yemen. Como el Guardian informó, “En un país acosado por enfermedades, el Covid apenas se registra. La guerra, el hambre y los devastadores recortes a las ayudas internacionales hacen la situación de los yemenitas intolerable”. Del mismo modo, cuando estalló la corta guerra entre Azerbaiyán y Armenia, el Covid claramente se convirtió en mucho menos que una prioridad. De todas maneras y pese a estas complicaciones hay algunas generalizaciones a las que podemos recurrir cuando comparamos la segunda ola con el pico de la primera.
Para empezar algunas expectativas han sido desbaratadas. La inmunidad de rebaño no parece tener lugar. Y las muertes alcanzaron niveles récord en Europa, por lo que la esperanza de estar frente a una variación más leve del virus, aún propagándose con gran virulencia, no se sostiene.
Estamos lidiando con muchas incógnitas, especialmente acerca de cómo se propaga el virus. En algunos países, las incógnitas promovieron búsquedas desesperadas de culpables, tales como las reuniones en casas o en lugares de trabajo. La frase utilizada a menudo de que “tenemos que aprender a convivir con el virus”, solo expresa nuestra derrota ante él.
Aunque las vacunas anuncien esperanzas, no debemos esperar que mágicamente brinden un final a nuestros problemas y que la antigua normalidad retorne. La distribución de las vacunas constituirá nuestro mayor examen ético: ¿el principio de distribución universal que cubra toda la humanidad sobrevivirá o se diluirá en falsos compromisos oportunistas?
Asimismo es obvio que las limitaciones del modelo que muchos países están siguiendo – la de lograr un balance entre combatir la pandemia y mantener viva la economía – están cada vez más expuestas. Lo único que parece funcionar es la cuarentena radical. Ver, por ejemplo, el Estado de Victoria en Australia: en agosto tenía 700 casos por día, pero a finales de noviembre, Bloomberg reportó que “llevan 28 días sin casos nuevos del virus, un envidiable récord mientras que Estados Unidos y varios países europeos tienen que lidiar con el surgimiento de rebrotes y la renovación de cuarentenas”.
Y con respecto a la salud mental, podemos decir ahora en retrospectiva que la reacción de la gente durante el pico de la primera ola fue una respuesta normal y saludable al enfrentar una amenaza: la atención fue evitar la infección. Fue como si la mayoría no tuviera tiempo para problemas mentales. Aunque en estos días se habla bastante de problemas mentales, el modo preponderante en que la gente se relaciona con la epidemia es una mezcla extraña de elementos dispares. Pese al elevado número de infecciones, en una mayoría de países no se toma la pandemia con seriedad. En un raro sentido, “la vida continúa”. En Europa occidental la gente está más preocupada acerca de si podrán celebrar las fiestas, hacer las compras navideñas o tomarse las habituales vacaciones de invierno.
Sin embargo, esta postura de “la vida continúa” – indicación de que de algún modo aprendimos a convivir con el virus – es todo lo contrario a una relajación producto de que lo peor haya pasado. Este “la vida continúa” está inextricablemente mezclado con la desesperación, la violación de las regulaciones estatales y las protestas contra ellas. Como no se ofrece una perspectiva clara hay en juego algo más profundo que el miedo: hemos pasado del miedo a la desesperación. Sentimos miedo cuando hay una amenaza evidente, y sentimos frustración cuando los obstáculos se levantan una y otra vez para impedirnos alcanzar lo que nos proponemos. Pero la depresión señala que nuestro deseo mismo está desapareciendo.
Lo que causa tal sensación de desorientación es que el orden inequívoco de causalidad aparece alterado ante nosotros. En Europa, por razones que se mantienen poco claras, los números de infecciones en Francia están bajando pero suben en Alemania. Sin que se sepa exactamente por qué, países a los que se los mostraba como modelos unos meses atrás por cómo batallaban la pandemia, son ahora sus peores víctimas. Los científicos se manejan con diferentes hipótesis, y esta mera falta de unidad de criterios refuerza la sensación de confusión y contribuye a las crisis mentales.
Lo que aún más refuerza esta desorientación es la mixtura de los diferentes niveles que caracterizan la pandemia. Christian Drosten, un importante virólogo alemán, señaló que la pandemia no es un fenómeno científico o perteneciente estrictamente a la salud, sino una catástrofe natural. Uno debería agregar que es también un fenómeno social, económico e ideológico: su efecto real incorpora los tres elementos.
Por ejemplo, la CNN informó que en Japón, murió más gente en octubre por suicidio que por Covid en todo 2020, y que esto impactó más que nada en las mujeres. Pero la mayoría se suicidó por las premuras en que se encontraban debido a la pandemia, por lo que estas muertes se deben considerar más bien como sus daños colaterales. Por supuesto está también el impacto de la pandemia en la economía. En los Balcanes occidentales, los hospitales se encuentran al límite. Un médico de Bosnia dijo: Uno de nosotros puede trabajar por tres, pero no por cinco. La cadena France24 indicó que uno no puede entender esta crisis sin reflexionar sobre “la fuga de cerebros, que se manifiesta en un éxodo constante de prometedores jóvenes médicos/as y enfermeros/as que dejan sus países en busca de mejores sueldos y especializaciones en el extranjero.”. De nuevo, el catastrófico impacto de la pandemia tiene como causa evidente la emigración de la fuerza de trabajo.
Podemos concluir con cierta seguridad en una cosa: si la pandemia realmente procede en tres olas, las características de cada una serán diferentes. La primera comprensiblemente centró la atención en cuestiones que concernían la salud, a saber, cómo impedir la expansión del virus a niveles intolerables. Esa esa la razón por la cual casi todos los países aceptaron cuarentenas, distancia social, etc. Aunque los números de infectados es mucho más elevado en la segunda ola, el miedo a consecuencias económicas de largo plazo crece. Y si las vacunas no evitan la tercera ola, uno puede estar seguro que la atención se centrará en la salud mental, en las demoledoras consecuencias de la desaparición de lo que percibimos como vida social normal. Esto es por lo que, aún si las vacunan funcionan, las crisis mentales persistirán.
La pregunta definitiva a la que nos enfrentamos es esta: ¿Debemos pugnar por un retorno a nuestra “antigua normalidad”? ¿O deberíamos aceptar que la pandemia es uno de los signos de que estamos entrando en una era “post-humana” (“post-humana con respecto a nuestro sentido predominante de lo que significa un ser humano)? Esto claramente no es una elección que concierne a nuestra vida psíquica. Se trata de una elección que en algún sentido es “ontológica”, concierne la relación total con lo que nuestra experiencia nos revela como realidad.
Los conflictos sobre cómo lidiar mejor con la pandemia no son conflictos entre diferentes opiniones médicas; son serios conflictos existenciales. Así tenemos a Brenden Dilley, un animador de radio de Texas explicando por qué no se pone una mascarilla: “Mejor muerto que tonto. Sí, lo digo literalmente. En este momento prefiero morir que parecer un idiota.” Dilley se niega a usar mascarilla porque, para él, ponérsela es incompatible con la dignidad humana en su más básico nivel.
Lo que está en juego es nuestra postura básica hacia la vida humana. ¿Somos – como Dilley – libertarios que rechazamos cualquier invasión sobre nuestras libertades individuales? ¿Somos utilitaristas listos para sacrificar miles de vidas por el bienestar económico de la mayoría? ¿Somos autoritarios que creemos que solo un control y regulación estrictos del Estado nos pueda salvar? ¿Somos espiritualistas New Age que pensamos que la epidemia es una advertencia de la naturaleza, un castigo por nuestra explotación de los recursos naturales? ¿Confiamos en que Dios nos está probando y que en última instancia nos ayudará a superar este percance? Cada una de estas posturas se asienta en una visión específica de lo que son los seres humanos. Concierne un nivel en el cual somos, en cierto sentido, todos filósofos.
Teniendo esto en cuenta, el filósofo italiano Giorgio Agamben reclama que si aceptamos las medidas en contra de la pandemia, abandonamos así el espacio social abierto como núcleo de lo que es un ser humano y nos convertimos en máquinas aisladas de sobrevivencia controladas por la ciencia y la tecnología solo para servir la administración del Estado. De este modo, si nuestra casa se incendia, debemos armarnos de coraje para seguir la vida de manera normal y eventualmente morir con dignidad. Agamben plantea: “Nada de lo que yo haga tiene sentido si la casa se incendia. Pero aún si la casa se incendia es necesario continuar como antes, hacer todo con cuidado y precisión, quizás todavía más que antes, aunque nadie se dé cuenta. Tal vez la vida misma desaparecerá sobre la faz de la tierra, tal vez ninguna memoria de lo que se haya hecho permanecerá, para bien o para mal. Pero uno debe continuar como antes, es muy tarde para cambios, ya no hay más tiempo.”
Uno debería notar una ambigüedad en la línea argumental de Agamben: ¿la “casa que se incendia” se debe a la pandemia o al calentamiento global, etc.? ¿O es nuestra casa que se incendia por la forma en que (sobre)-reaccionamos ante la realidad de la pandemia? “Hoy la llama ha cambiado su forma y naturaleza, ha devenido digital, invisible y fría – pero precisamente por esta misma razón está aún más cerca todavía y nos rodea en todo momento.” Estas líneas suenan heideggerianas: localizan el peligro básico en cómo la pandemia vigorizó el modo en que la ciencia médica y digital controla y regula nuestra reacción a ella.
¿Esto quiere decir que si nos oponemos a Agamben debemos resignarnos a la pérdida de humanidad y olvidar las libertades sociales a las que estábamos acostumbrados? Aun si ignoramos el hecho de que esas libertades estaban mucho más limitadas de lo que podría imaginarse, la paradoja consiste en que solo pasando a través del punto cero de esta desaparición podemos mantener el espacio abierto para las nuevas libertades por venir.
Si nos adherimos a nuestro antiguo modo de vida, vamos a terminar, seguro, en una nueva barbarie. En Estados Unidos y Europa, los nuevos bárbaros son precisamente los que protestan violentamente contra las medidas anti pandémicas en nombre de la libertad personal y la dignidad – los que como Jared Kushner, el yerno de Donald Trump, que en abril pasado fanfarroneaba que su suegro “había recuperado el país del poder de los médicos” – en breve, recuperar el país de los únicos que podrían ayudarnos.
Sin embargo, uno puede notar que en el último párrafo de su texto, Agamben deja abierta la posibilidad de que una nueva forma de espiritualidad post-humana podría emerger. “Hoy en día la especie humana está desapareciendo, como una cara dibujada en la arena y luego lavada por las olas. Pero lo que está tomando su lugar ya no tiene un mundo; es meramente una nuda y muda vida sin historia, a merced de las computaciones del poder y de la ciencia. Tal vez, de todas maneras, es que solo comenzando desde esta destrucción algo distinto pueda aparecer, lento o abrupto – ciertamente no un dios, pero tampoco otro hombre – un nuevo animal quizás, un alma que vive de algún otro modo…”
Agamben alude aquí las famosas líneas de Foucault en Las palabras y las cosas cuando se refiere a la desaparición de la humanidad como una figura dibujada en la arena y borrada por las olas en la playa. Estamos efectivamente entrando en lo que podríamos llamar una era post-humana. La pandemia, el calentamiento global, la digitalización de nuestras vidas – que incluye el acceso digital directo a nuestra vida psíquica – corroe las coordenadas básicas de nuestro ser como humanos.
Entonces ¿cómo puede ser reinventada la (post) humanidad? Aquí va una pista. En oposición a usar mascarillas protectoras, Giorgio Agamben se refiere al filósofo francés Emmanuel Levinas y su reclamo de que la cara “me habla y por lo tanto me invita a una relación desproporcionada con el ejercicio de un poder”. La cara es la parte de otro cuerpo a través del cual el abismo imponderable de la Alteridad de ese Otro se revela.
La conclusión obvia de Agamben es que haciendo invisible el rostro, la mascarilla protectora hace invisible el mismo invisible abismo que se repite en un rostro humano. ¿En serio?
Hay una clara respuesta freudiana a este reclamo: Freud sabía bien por qué en una sesión analítica – cuando se pone seria, es decir, luego de los llamados encuentros preliminares – el paciente y el analista no se confrontan cara a cara. La cara es, en lo más básico, una mentira, la última mascarilla, y el analista solo accede al abismo del Otro no mirándole la cara.
Aceptar el desafío de la post-humanidad es nuestra única esperanza. En lugar de soñar acerca del retorno a la (antigua) normalidad deberíamos embarcarnos en el proceso doloroso y difícil de construir una nueva normalidad. Esta construcción no es un problema económico o médico sino profundamente político: estamos compelidos a inventar una forma nueva de nuestra entera vida social.
Originalmente publicado en RT:
https://www.rt.com/op-ed/508940-normality-covid-pandemic-return/
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