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Dic 09, 2018 La Quinta Pata Cultura Comentarios desactivados en Omara Serú, pintora, adoptó a Betty Boop
Betty Boop, la “chica flapper” de los años 20, sensual jovencita, personaje de un popular dibujo animado yanqui, es una figura recurrente en la diversa temática de Omara Serú. Betty en la inspiración de Omara, biógrafa sin palabras, difiere bastante de la original, muy acosada por sus escotes y sinuosas formas. Los dibujados varones de los años 20 a los 90, larga vida de un personaje de entera ficción, la veían aparecer en la compartida pantalla y les sorbía el seso.
La Betty de pura cepa, mendocina, por imperio de su recreadora, posa semidesnuda. Acaso, sin darse cuenta. En el fondo es una inocentona mujercita, mucho más atractiva por eso. Sigue siendo en el hacer de la artista, parte de un juego insólito pero muy real. Una mujer creada en la forma de un clásico dibujo animado, con las desproporciones caricaturescas que ello implica Algo no humano. Pero con marcados atributos, ponderaciones sexuales. Y cosa de no creer, forma parte de un juego expresamente planteado: esa muñeca imaginada, atraía a los hombres como una mujer de verdad. Claro que eran pasiones por entero platónicas. Tanto como si un héroe de “comic” se enamora de una chica de carne y hueso.
Otra es la existencia de la Betty Boop convocada por Omara. Es la misma, en apariencia. Varía su vestimenta. Y por esa magia del arte, se libera más en nuestros pagos, acaso su segunda patria. Descansa, por ejemplo, ante una iglesia, acostada, de frente al público que la observa. El aire, acaso un eco del Zonda, es su ropaje en algunas partes de su cuerpo. Su rostro, impávido, su postura de descanso, sugieren más un desnudo artístico que la exacerbación de lo sexual. Ahí aparece una de las diferencias entre la Betty octogenaria, siempre tapada, y ésta, vecina de barrio, afecta al mate y que de vez en cuando brinda con un buen tinto mendocino.
No deja de percutir en el especial ojo del hombre espectador, lo puro de las líneas femeninas de Betty. Eso es parte de su naturaleza. Y, obviamente, mejora el paisaje donde ella se recuesta a pensar y queda adormilada, en esplendor de belleza.
Toda obra de arte tiene su historia, su propuesta, acaso muy simple. A veces es nada más que un enunciado y el público construye, anexa sucesos que la completan. Betty, de la Tierra del Sol y del Buen Vino, se acostó, porque se le antojó, frente a una iglesia. El templo, pacato como corresponde, moralistón (¿Qué otra cosa podría ser?) Se enfureció. Proyecta sobre su cúpula una suerte de ciclorama, un enrejado, para impedir que los ángeles y los mal entretenidos querubines bajen a hablarle, del tiempo, a Betty.
En la puerta de la iglesia un guitarrero le dedica desde lejos una serenata a Betty. La contrapartida del galán de yanquilandia, acosador, violento, que le tironeaba las ligeras prendas. Un romántico que la cubre con su cariñosa voz. Quiere encantarla con la liturgia de la tonada. Ella, melindrosa, hace como que no lo escucha. La historia, la de este cuadro de Omara, recién comienza.
Pobre ciudad. Imponente. Abigarrada en su fuga. El agua la ataca. No puede huir. No le corresponde. Debe resistir en el enclave donde nació, como en las grandes guerras. O morir junto a su pueblo y pasar a ser leyenda. Se agolpa, fragmentando la ley de su perspectiva. Se asoma, sobre una ventana que da a nuestro mundo. Que es un cuadro. Un retrato de ella misma. Ciudad del arte que quiere escapar de su destino. Y ahí queda, convertida en una visión fantasmal, el friso de una pesadilla.
Sentir como artista el dolor de un humano y poder plasmarlo en una obra pictórica, no es una tarea fácil. Hacer lo mismo con una urbe amenazada por la destrucción, con su alma formada por miles y miles de espíritus, que le cantan, la nombran con nostalgia, la escriben, la aman, es casi imposible, por los límites del ser.
Pero el arte, va más alto que las leyes de la lógica. Despega de la realidad. Vuela. Pronto la materia, los días y las horas son un punto. El suspiro de un recuerdo dormido. Un adiós. Y ahí, en ese clima de puro aire, nace la obra de arte. La ciudad amenazada, doliente, soberbia aun en su desmañado escape, queda fija ante nosotros en la estructura de una tela. Ventana, surgida de la que acaso fue la principal demiurga de esa metrópolis, y ahora, la encargada de invocarla, Omara Serú, pintora.
El inefable Jorge Luis Borges es otro de los que vuelven a la vida invitado por Omara. El cuadro produce varios cambios sucesivos de ánimo, una suerte de múltiple sorpresa. El rostro del gran escritor es iluminado por una misteriosa sonrisa. Está contento y también eso se refleja en su mirada, nítida, sana. Se le ve un solo ojo el otro queda fuera de visión por el perfil de su cara.
Debajo de él en un plano inferior, una muchedumbre. Hombres de rostros opacos. Inmóviles. Sin un gesto que denote algo, furia, alegría tristeza. Dicen, sin palabras, sin movimientos, que son los famosos trogloditas de un cuento de Borges. Seres casi convertidos en vegetales. Sin habla. Que se alimentaban de serpientes.
Y desde lo cotidiano, lo terreno, nosotros, inmersos en esa obra, que es arte, magia, todo, en breve pero intenso tiempo. Y también, sonreímos. Escuchamos en un desván del alma, arcón de los mejores recuerdos, un diálogo, entre el tribuno romano, buscador del río cuyas aguas prodigan vida para siempre y uno de esos elementales. El soldado nombraba a ese ser como “Argos”. Esperaba, como un fiel compañero al guerrero. Este al verlo le gritó “Argos” a modo de saludo. Y el hombre musitó para sí:
“Argos perro de Ulises. Este perro tirado en el estiércol” frase dicha con tímidas y casi balbuceantes palabras, prólogo de una inmensa revelación para su interlocutor. Le preguntó el soldado entonces al troglodita qué sabía de “La Odisea”. Y le contestó “Muy poco. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé”. Era Homero, autor de “La Odisea”, un inmortal como todos los otros, casi árboles, silenciosos, indiferentes. Marco Flaminio Rufo, se dio cuenta en ese momento que nunca moriría. Había bebido agua de un arenoso arroyo, sin el aspecto de un río, cuya esencia era la eternidad. Igual que ese pueblo de hombres casi ausentes que lo rodeaba. Todos, condenados a los amaneceres sin fin.
Omara trajo a la tela a los inmortales, que saludaron a Borges. Y el escritor, feliz con ese encuentro, recordó lo único que había emocionado a esos humanos en retroceso vital: un aguacero. Disfrutaron del contacto de los goterones en su piel.
Hay cerca de cien telas más de Omara en las salas de su bello caserón, de Güemes 180. San José, Guaymallén, con ese perfume que sólo emana de un atelier donde anida y canta el talento. Ahí posan, felices de haber nacido, obras con diáfanas señales de una artista de paleta abierta al mundo.
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