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Una interesante evocación con tono discipular y admirativo que hace el autor, Enrique Zuleta Álvarez sobre el poeta Alfonso Sola González, que actuó catedrática y literariamente en nuestra provincia con alto impacto educativo —según la propia confesión de su ex alumno— y con profundidad lírica —según surge de la obra desarrollada—.
Pocos son los rescates biográficos y bibliográficos de quienes han trabajado y producido literariamente en Mendoza —sincrónicamente acompañados por el alarmante silencio y/o distracción, cuando no ignorancia, de los responsables de turno de la cultura oficial—. El caso de Alfonso Sola González no escapa a las generales de la ley, lo cual lamentablemente reduce el horizonte de lecturas esenciales para todas aquellas generaciones nuevas —que estén ávidas por conocer nuestra identidad cultural—.
Alfonso Sola González expresó en la provincia de Mendoza el arribo de la llamada generación del 40, una serie de poetas y escritores argentinos que acompañaban los grandes cambios culturales que ocurrían en ese entonces en la Argentina. Enrique Zuleta Álvarez recuerda con apasionado fervor al poeta y maestro que le diera tanto brillo a la vida universitaria y literaria de nuestra provincia.
El recuerdo de Alfonso Sola González (1917-1975) no es sólo la memoria del alto poeta y del profesor generoso y entusiasta, sino la del amigo que sigue tan cerca de nosotros como lo estuvo todos los años en que vivió en esta Mendoza que adoptó como residencia propia y familiar.
Aun permanece en mi memoria el día de 1946 en que Alfonso apareció en el viejo edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, en la calle Rivadavia. La universidad, que había comenzado con el vigoroso y original impulso humanista del doctor Edmundo Correas, estaba entonces bajo la égida del rector e inspirador de una de sus etapas más activas Irineo Fernando Cruz, y se distinguía por su estilo tenso y dinámico gracias a la presencia de un grupo de profesores que unían a su juventud una preparación académica excepcional y, sobre todo, un entusiasmo que se transmitía a todos los jóvenes que comenzábamos nuestra carrera intelectual. En la Facultad habían enseñado nada menos que Enrique Anderson Imbert, Julio Callet-Bois, Claudio Sánchez Albornoz, Julio Cortázar y Daniel Devoto. Sus alumnos entonces vivíamos, pues, en un ambiente superior por el nivel de su calidad académica y estábamos ávidos de esas lecciones y ejemplos.
Cruz, que era mi profesor de Historia Antigua, nos había avisado a quienes éramos sus alumnos: “Viene Alfonso Sola González…” y al poco tiempo irrumpió con su juventud animosa en el dictado de las cátedras de Literatura Argentina y Española. Tenía entonces apenas 29 años y llegaba con su bella y joven esposa, Graciela[1], los dos poetas y tan llenos de ilusiones como todos los que frecuentábamos las aulas y nos reuníamos en el viejo patio universitario, desde el cual se ingresaba en las aulas, la Biblioteca Central y se pasaba a la Escuela de Bellas Artes, donde ejercían su magisterio Bernareggi, Lorenzo Domínguez, Sergio Sergi y Víctor Delhez. Sin duda fueron años luminosos, cuando el destino quiso que se cumpliera una de las etapas creadoras más logradas en la historia cultural de Mendoza.
Alfonso Sola González había comenzado su carrera intelectual en Paraná, se había graduado en su Instituto de Profesorado y allí había publicado sus primeros poemas dentro de un estilo que correspondía a la que, en Buenos Aires, se denominó Generación del 40, es decir, una literatura en la cual se conjugaban las lecturas de su comprovinciano Juan L. Ortiz, los poetas españoles de 1927, los simbolistas y surrealistas y otros muchos nombres que iban desde Baudelaire y Valery hasta Rilke y Milosz. Era una poesía fina y elegíaca, cuyo tono se mantendría siempre refinado y original a medida que creciera su producción literaria, y con ella llegó a Buenos Aires en plena efervescencia intelectual y política.
Eran años de entusiasmo patriótico y gran parte de la juventud se sentía conmovida por las ideas nacionalistas, aunque sin militancias partidarias ni más afiliaciones que la amistad con otros jóvenes de ideas análogas o diferentes, pero unidos en el mismo entusiasmo de una época preñada de expectativas. De esos ambientes conocía yo a Alfonso, vinculado a la mencionada Generación del 40 y que ya había publicado, en Tucumán —donde vivía uno de sus profesores, el filólogo Marcos Morínigo— y en 1940, su primer libro La casa muerta. Poco tiempo después y gracias a otro poeta y musicólogo, Daniel Devoto, había aparecido en Buenos Aires y en la editorial Gulah y Aldabaor que este impulsaba, las Elegías de San Miguel (1944). Devoto fue el gran animador de este grupo, como también el estudioso y hacendado Jorge M. Furt, cuya estancia en la provincia de Buenos Aires fue uno de los centros literarios y bibliográficos de este grupo.
El mundo ideológico y literario de Buenos Aires por entonces hervía de proyectos y era una Argentina que surgía después de la finalización de la etapa del final del sistema liberal-conservador, del fugaz régimen militar y se iniciaba la era del peronismo. Sola González, a fuer de ser entrerriano, se había vinculado en Buenos Aires con mis maestros Julio y Rodolfo Irazusta y con otros sectores nacionalistas, que lo llevaron al periodismo de la época y al diario Tribuna, donde también escribía otro poeta, su amigo y coterráneo José María Fernández Unsaín y quien sería tiempo después mi cuñado, Julio Pérez Andrade. En la mesa de la redacción y en las largas y ruidosas cenas que luego se formaban, yo había ingresado por mi amistad con Julio y Lito Fernández Unsaín, presididos por el venerable Lautaro Durañona y Vedia, mientras desplegaban su ingenio tan ilusionado como polémico el padre Castellani, Marcelo Sánchez Sorondo, Fermín Chávez, L. Soler Cañas y muchos más que se mezclan en mi lejanísimo recuerdo juvenil.
Apenas llegó Alfonso, que sólo era unos pocos años mayor que nosotros, movilizó las cátedras de Literatura Argentina y Española por sus métodos, lecciones y proyectos. Recuerdo que en aquellos días de penuria bibliográfica traía un cuaderno en el cual había copiado nada menos que las notas y la versión que el crítico Dámaso Alonso había hecho de las Soledades de Luis de Góngora, poeta que, como se sabe, había sido un emblema de la renovación literaria española en la Generación del 27 (Alberti, Diego, Guillén, Salinas, etc.). Creo que ahí comenzó Emilia[i] —que era también estudiante aunque mucho más aplicada que yo— su estudio devoto de la literatura española contemporánea, en el cual profundizaría años más tarde con libros e investigaciones originales.
Otro tema que renovó Alfonso fue el estudio de la literatura colonial argentina. Por ejemplo, despertó el interés por la poesía del cordobés Luis de Tejeda, en cuyo honor promovería la creación de una cátedra especializada y por la enseñanza de la poesía gauchesca, en la cual propuso enfoques renovadores y la crítica de Ricardo Rojas a la luz de los estudios del mencionado Jorge M. Furt.
No hubo aspecto de la vida universitaria y literaria en la cual no quedara la huella de Alfonso. Recordemos su lectura y crítica de la obra de Lugones, que se explayó en cursos y lecciones en las cuales brindó con generosidad sus conocimientos y puntos de vista, por suerte rescatados en la reciente edición de su Itinerario expresivo de Leopoldo Lugones (1999). Pero estas referencias académicas apenas reflejan la influencia de su personalidad universitaria. Habría que verlo como director de la Escuela de Lenguas Extranjeras o promotor de los Cursos de Verano, que representaron otro de los capítulos más logrados de la vida cultural de esos años, y en infinidad de iniciativas y proyectos que se movilizaron por su inteligencia y personalidad.
Lector y crítico de poesía argentina, hispanoamericana y europea, su compañía era una lección de sensibilidad fina y afectuosa. Emilia y yo, al igual que su comprovinciano, el poeta e historiador Mario Saraví, Rodolfo Borello y Féliz ‘Grillo’ Della Paolera, lo frecuentábamos con asiduidad, tanto en su casa rodeado por sus libros, un violín que jamás le oí tocar y el afecto entusiasta de Graciela y sus hijos, como en las mesas del convivio nocturno, donde corría el vino con tanta generosidad como el ingenio, el humor y los sentimientos de amor a la patria y a la literatura auténtica.
Delgado y sonriente, ‘el flaco Sola’ para sus amigos y seguidores, con sus ojos claros y su rubio de andaluz de las Alpujarras, tirando de su fino bigotito con el gesto de su maestro Juan L. Ortiz, se incorporó a la vida literaria de Mendoza y estuvo al lado de Abelardo Vázquez y Ramponi en diálogos restallantes de espíritu creativo. Cuando en mi vieja casa y en mi biblioteca de la calle Rufino Ortega se hacían reuniones literarias —Borges, Miguel Angel Asturias, Manuel Alcántara, Eduardo Lozano y tantos otros— nos amanecíamos en la charla fraternal y entusiasta que Graciela siempre recuerda con afecto. Desde la Biblioteca Pública ‘General San Martin’ edité sus Capítulos de la novela argentina (1959) y cuando el 24 de julio de 1960 organicé en la misma biblioteca una mesa redonda sobre la poesía, estuvimos juntos con Rodolfo Borello, Vázquez, Della Paolera y Alfonso. Reunión a la cual se sumaron luego, a invitación mía, los poetas Américo Calí y Ricardo Tudela. No creo que en Mendoza brillara más alto la lucidez, el ingenio y la capacidad creadora de aquellos poetas que dialogaron fraternalmente sobre su grande y único tema: la poesía.
Alfonso viajó por la España de sus mayores y por el París de su Max Jacob y sus surrealistas. Paladeó en su fuente lo que sabía por sus obras y se sumergió en los paisajes, el arte y los libros que llevaba en el fondo del alma junto a su irrenunciable sentido de la patria, viva en la creatividad del poeta nacional. Su recuerdo fraternal, pues, permanece con nosotros como inspiración honda y afectuosa.
Fuente: Enrique Zuleta Álvarez, Recordando a Sola González en Sección Cultura, Diario Los Andes, Mendoza, Domingo 26 de noviembre de 2000.
Referencias:
[1] Se refiere a Graciela Maturo, docente, investigadora y poetisa argentina de vasta trayectoria y influencia en la actual literatura nacional. Actualmente la Dra. Maturo, dirige, en Mendoza, la Cátedra Libre Leopoldo Marechal en la Universidad de Congreso.
[i] Se refiere a la Prof. Emilia Zuleta Álvarez, quien fuera cónyuge del autor de la nota periodística. De vasta actividad docente y bibliográfica, se ha especializado en la literatura española. Ha sido designada Miembro correspondiente de la Real Academia Española.
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