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Sep 08, 2021 La Quinta Pata Historia Comentarios desactivados en Cartografía e imperialismo: cuando ninguna ciencia es aséptica
Siempre son los países del Tercer Mundo, como decimos hoy, los países de los pueblos antiguamente colonizados, los que tienen un lugar secundario en el mapa de Mercator. Su mapa es la expresión de la época de la europeización del mundo, de la época de la dominación mundial del hombre blanco, de la explotación colonial del planeta por parte de una minoría de pueblos blancos dominadores, bien armados, técnicamente superiores y brutales. Esa época no ha de eternizarse mediante la insistencia en la imagen geográfica mundial creada por esa minoría.
Arno Peters[1
Una historia crítica de la ideología del colonialismo europeo en la modernidad, desde el Renacimiento hasta la Posguerra, así como de sus secuelas neocoloniales e imperialistas más contemporáneas, no debiera desatender jamás la dimensión cartográfica. Si hay algo que ha condensado y legitimado la vocación hegemónica de Occidente a escala mundial son sus planisferios, sus mapamundis. Pero vayamos por partes.
En primer lugar, la preferencia temprana (siglo XVI) de Europa por la proyección geográfica de Mercator. El cartógrafo flamenco Gerhard Kremer, alias Mercator, ante el problema geométrico de cómo representar el geoide (esferoide terrestre) en una superficie plana, es decir, en un mapa, optó por la proyección cilíndrica conforme,[2] que se conocería desde entonces (1569) por su nombre. Esta representación, que se convertiría rápidamente, hegemonía de Occidente mediante, en la imago mundi más difundida, y que todavía persiste hoy, tenía un importante defecto: a mayor distancia del ecuador, menor fidelidad. La franja ecuatorial estaba bien representada, pero las zonas situadas al norte y al sur de la misma se hallaban magnificadas, sobredimensionadas. Así, por citar dos ejemplos, Europa (9.700.000 km²) aparecía como mayor a Sudamérica (17.800.000 km²) y Escandinavia (1.100.000 km²) superaba a la India (3.300.000 km²). Había alternativas mejores, soluciones cartográficas geométricamente más consistentes. Sin embargo, se impuso la distorsiva proyección de Mercator. ¿Por qué? Porque ninguna ciencia es aséptica. Todo saber epistémico está atravesado por la realidad sociohistórica y sus constructos ideológicos. La propuesta cartográfica de Mercator es, en una palabra, eurocéntrica.
Pero el sesgo ideológico del planisferio de Mercator no se agota en la proyección cilíndrica conforme. Otro elemento a tener en cuenta es la ubicación de los puntos cardinales. Siguiendo con la vieja tradición cartográfica de Ptolomeo, el norte siempre está arriba y el sur siempre está abajo, cuando bien podría ser al revés. No existe ninguna razón científica que avale las equivalencias superior/septentrional e inferior/austral. Se trata de una mera convención social. Una convención que responde, desde luego, a motivaciones eurocéntricas.
Un tercer elemento es el descentramiento del Ecuador. La latitud 0°, el paralelo que divide horizontalmente al mundo en dos mitades iguales, no se ubica en el centro del mapa sino bastante más abajo. ¿El resultado? Dos tercios del mapa corresponden al hemisferio norte y sólo un tercio al hemisferio sur. Otra distorsión nada casual, otra manipulación netamente eurocéntrica.
No es todo. Si consideramos el mapamundi de Mercator en su aspecto longitudinal u horizontal, Europa aparece en el centro, mientras que América y Asia a los costados. Oceanía, como no cabría esperar de otro modo habida cuenta su papel marginal en el sistema colonial mundial, queda partida en dos. Dicho de otro modo, el Atlántico es privilegiado en desmedro del Pacífico. Este atlantocentrismo tampoco es casual. También él revela el sesgo europeizante de la cartografía. Todas las potencias coloniales occidentales se expandieron desde el Atlántico.
Por otro lado, y yendo más allá del planisferio de Mercator, constatamos la predilección de Occidente por la cartografía de corte geopolítico. La gama de mapas es muy amplia: mapas orográficos, hidrográficos, geológicos, pluviométricos, demográficos, etnolingüísticos, etc. etc. Sin embargo, el diseño cartográfico por antonomasia ha llegado a ser el geopolítico. La primera imagen que nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra «mapa» es, sin dudas, la de un mapamundi variopinto en el cual cada territorio nacional está representado con un color. Esta preferencia cartográfica por lo geopolítico tampoco es inocente. Al rastrear su origen, nos topamos, una vez más, con la expansión colonial y la cosmovisión eurocéntrica. Si hay algo que llama la atención de los planisferios usados –e impuestos– por las potencias occidentales a finales del siglo XIX y comienzos del XX, edad de oro del imperialismo, es el regodeo con la representación policromática. Cada imperio colonial se distingue por un color, sin dificultad ni tardanza. ¡Cuánto orgullo experimentaba un oficial británico de la Royal Navy al contemplar su patria coloreada de rojo, al igual que sus numerosas y extensas posesiones de ultramar! ¡Qué placer indescriptible sentía un burgués de la London Stock Exchange al ver la quinta o cuarte parte de la superficie terrestre pintada de colorado! Lo mismo puede decirse de los franceses, alemanes, holandeses, belgas, portugueses, italianos, españoles, daneses y, desde luego, estadounidenses.
Por la misma razón, tampoco debe sorprendernos la celeridad proverbial con que se plasmó en la cartografía de la época las resoluciones de la Conferencia de Berlín (1884-85). Pocas cosas simbolizan tan bien la euforia imperialista de la Belle Époque como los mapas multicolores del reparto del África. Los tonos vivos están reservados a los territorios coloniales, abrumadoramente mayoritarios; los tonos deslucidos, apagados, a las dos minúsculas regiones todavía formalmente libres del continente: la República de Liberia y el Reino de Etiopía. Todo un símbolo.
En tercer y último lugar, debemos mencionar la elección del Real Observatorio de Greenwich como punto de referencia para el trazado del meridiano 0º. Esta línea, como es sabido, es la base de la división del mundo en sus 24 husos horarios. La elección de la localidad de Greenwich para esta trascendental función cronométrica a escala universal tampoco es casual. Está situada en Londres, capital del Reino Unido. En 1884, año en que se convino hacer del meridiano de Greenwich el meridiano 0°, Gran Bretaña era la mayor potencia colonial del orbe. Nuestro sistema de husos horarios es anglocéntrico: su origen está indisolublemente ligado a la Pax Britannica.[3]
Los famosos planisferios «Rivadavia», que siguen siendo los más usados en las escuelas primarias y secundarias de nuestro país, están diseñados de acuerdo a la proyección de Mercator. Una costumbre a revisar…
NOTAS
[1] Geógrafo alemán (1916-2002). Basándose en el trabajo del astrónomo escocés James Gall (1808-1895), desarrolló durante los años 60, en pleno auge de la descolonización y los movimientos de liberación nacional, una técnica de proyección cartográfica libre de distorsiones eurocéntricas. Aunque cilíndrica como la de Mercator, la proyección de Gall-Peters es equiareal en vez de conforme. Se le dice equiareal al mapa que representa con exactitud las áreas, es decir, las magnitudes de los espacios marítimos y terrestres, sin importar su ubicación latitudinal. Se comprenderá mejor esta distinción luego de leer el presente ensayo.
[2] «Conforme» significa, en este contexto, que todos los ángulos resultantes del cruce entre paralelos y meridianos son rectos, es decir, que miden uniformemente 90°. Esta característica del mapamundi de Mercator obedece a su función primordialmente náutica. Desde luego, este sesgo naval no es inocuo. Representar a la Tierra como un espacio navegable es propio de un hombre consustanciado con una civilización, la occidental, lanzada a la colonización del mundo.
[3] El matemático boloñés Giuseppe Barilli (1812-1894), más conocido por el seudónimo de Quirico Filopanti, no pudo ofrendarle a su amada Italia, recientemente unificada, los frutos de su labor pionera. Quien creara en 1858 el sistema de husos horarios, un hombre de activa militancia nacionalista, no tuvo la fortuna de ver cumplido su gran sueño: la elección de Roma, meca del Risorgimento, como punto de referencia para el trazado del meridiano 0°. Pura correlación de fuerzas: hacia 1884, la Ciudad Eterna era la capital de un pequeño estado-nación emergente; Londres, en cambio, el epicentro del mayor imperio mundial de la historia.
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