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Oct 11, 2015 La Quinta Pata El Baúl Nacional 0
Fuente: Clarín Sección: Cultura y Nación
La literatura dividida
Autor: Luis Gregorich[1]
Lugar: Buenos Aires
Fecha: jueves 29 de enero de 1981
Una tácita alternativa parece rondar nuestra literatura en estos últimos años. Los terribles tiempos de violencia que vivió la sociedad argentina devastaron, no solo cuerpos e ilusiones materiales, sino también la capacidad de juzgar matizadamente. Quien se instala en una de las opciones excluye a la contraria: inmoral por definición, el enemigo no merece siquiera ser tomado en cuenta, carece de estatuto humano.
Por un lado se sostiene que la literatura argentina que se produce en el país está muerta, y que únicamente los escritores exiliados mantienen viva la llama de la tradición creadora. Se han organizado diversos festivales del libro argentino en el destierro, con apreciable cantidad de obras editadas —sobre todo— en España y México, y se ha querido contrastar esta nada desdeñable proliferación con el estrechamiento del mercado nacional, acosado por el vaciamiento cultural, el auge del “bestsellerismo” y la avasallante presencia extranjera.
Los escritores que se quedaron en el país no son tan pesimistas respecto de sí mismos. Su punto de vista es que los exiliados —políticos y no políticos— no son muchos ni tampoco muy representativos y que la literatura que se ha seguido produciendo y consumiendo entre nosotros tiene, pese a las dificultades, calidad y cantidad aceptables. Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados? Julio Cortázar, pero su exilio no data de 1976, sino de más de un cuarto de siglo atrás.
Debe admitirse que, desde una perspectiva numérica, el último razonamiento es el más cercano a la realidad. En efecto, una amplia mayoría de los escritores argentinos continúa viviendo en la Argentina. No han estado directamente envueltos en los enfrentamientos de los últimos años, y por añadidura experimentan desde hace tiempo una fatiga y una frustración políticas que solo pueden compararse con la ambigüedad de su papel social y las penurias de su realización económica; es injusto exigirles, por tanto, que abandonen el aire mismo en que florece su vocación: el contacto inmediato con su lengua y su gente. Por otra parte, lo que decide es una situación de hecho: familia, trabajo, edad, raíces que no pueden arrancarse. Y si es cierto que, en conjunto, la reciente producción literaria local apenas sobrevuela una discreta medianía, tampoco las obras publicadas en el destierro, por lo que hemos llegado a leer, se aproximan a un nivel magistral. La obsesión documental y las identificaciones maniqueas sirven para una explicable catarsis personal; sin embargo, su condición artística es limitada y aun su valor de denuncia se diluye al estar sustraído de sus destinatarios naturales, es decir, los lectores argentinos,
Ahora bien, este triunfo a lo Pirro, esta supremacía aritmética de los escritores residentes sobre los escritores argentinos exiliados no excluye el surgimiento, aquí y allá, de una crisis ideológica y estética, ni permite silenciar el hecho de que, por lo menos en algunos sectores de nuestra vida literaria, los años de violencia transcurridos han impreso un sello de cuarentena y despoblamiento.
La situación es particularmente sensible —para ceñirnos a un solo género— en el grupo “medio” de la narrativa, constituido por aquellos escritores cuyas edades oscilan, más o menos, entre 45 y los 55 años, y que, además de los méritos intrínsecos de sus obras, como “nexos” entre los jóvenes y los viejos: entre lo que brota y lo que ya está cristalizado. Por una simple comodidad clasificatoria, podría agruparse a estos escritores en la “generación de 1955” dado que la mayoría de ellos —aunque no todos— comenzaron a publicar sus libros hacia esa fecha, y puesto que la caída del peronismo fue, seguramente, el hecho histórico que avivó su conciencia política y el problemático trance que los obligó a repensar el país.
Una simple enumeración resulta significativa. Haroldo Conti, el autor de Sudeste, Alrededor de la jaula, En vida y La balada del álamo carolina; y Rodolfo Walsh, el autor de Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo?, Los oficios terrestres y Un kilo de oro, figuran entre los miles de desaparecidos de los años recientes, y nada autoriza a pensar que estén con vida. La lista de exiliados —voluntarios o no— es más larga. Incluye a David Viñas, una suerte de “líder generacional”, espoleado a la vez por la omnipotencia intelectual de Sartre y el deliberado vitalismo de Hemingway, y que también ha hecho una decisiva contribución al campo de la crítica. A Antonio Di Benedetto —durante mucho tiempo preso en Mendoza y La Plata—, el sagaz novelista histórico de Zama y el imaginativo cuentista de El juicio de Dios y Absurdos. A Pedro Orgambide, que asimismo sobresalió por una extensa tarea de periodista y ensayista. A Humberto Costantini, el cuentista urbano y patético de Un señor alto, rubio, de bigotes y Hábleme de Funes. A Daniel Moyano —detenido en forma fugaz en La Rioja[2]—, sutil creador de un espacio narrativo mítico entrañable en Artistas de variedades, Una luz muy lejana, El fuego interrumpido, El oscuro, El estuche del cocodrilo. A Héctor Tizón, el transformador del regionalismo, el narrador “de la frontera” con Fuego en Casabindo, El cantar del profeta y el bandido, El jactancioso y la bella, Sota de bastos, caballo de espadas. Y a Manuel Puig, el auténtico renovador de la novela argentina con La traición de Rita Hayworth, Boquitas pintadas, El beso de la mujer araña y Pubis angelical.
Por supuesto que otros exponentes de esta generación, tempranos o tardíos, han continuado viviendo y escribiendo en la Argentina. Bastaría mencionar a algunas de nuestras mejores escritoras, como Beatriz Guido, Syria Poletti , Marta Lynch y Elvira Orphée (aunque esta última, por ejemplo, haya tenido que publicar en el exterior su último —y muy notable— libro de cuentos), y, entre otros, a Juan José Manauta, Marco Denevi, Federico Peltzer y Jorge Riestra. Pero incluso estas presencias aluden a las ausencias; ambas son las que forman, irreemplazablemente, el cuadro total.
¿Por qué —la pregunta es inevitable— las bajas han sido tan marcadas en este grupo y no en otros? Sería demasiado fácil atribuirlas a una obvia militancia política. Solo unos pocos, de todos los escritores muertos o exiliados, la reivindicaron expresa y claramente. Y aunque todos la hubiesen compartido, ¿por qué fueron, precisamente, ellos? Quizás haya que atribuir un papel, en tal interrogante, a la actual y aún no resuelta discusión sobre la índole del texto narrativo, a la vez comprometido y pasatista, testimonial y estético, redencionista y gratuito. Más decisiva todavía fue, como queda dicho, la dolorosa y frustradora experiencia de participación política y social que esta generación de escritores desanduvo en los últimos veinticinco años. Eran otros, no ellos, los que tenían el poder y la fuerza.
¿Qué será ahora, qué está siendo ya de los que se fueron? Separados de las fuentes de su arte, cada vez menos protegidos por ideologías omnicomprensivas, enfrentados a un mundo que ofrece pocas esperanzas heroicas, ¿qué harán, cómo escribirán los que no escuchan las voces de su pueblo ni respiran sus penas y alivios? Puede pronosticarse que pasarán de la indignación a la melancolía, de la desesperación a la nostalgia, y que sus libros sufrirán inexorablemente, una vez agotado el tesoro de la memoria, por un alejamiento cada vez menos tolerable. Sus textos, desprovistos de lectores y de sentido, recorrerán un arco que empezará elevándose en el orgullo y la certeza y que terminará abatido en la insignificancia y la duda.
Pero al mismo tiempo, ¿qué será de los que se quedan, de los que nos quedamos? El escenario, en apariencia, no ha cambiado: los escritores escriben y publican, las Librerías están abiertas y los lectores, aunque más tímidamente que en el pasado, leen a quienes les hablan en su propio idioma. Sin embargo, todo ha cambiado. Como en 1880, como en 1916, como en 1930, como en 1945, el país ha sufrido un sacudimiento que solo muy lentamente podrá ser asimilado y traído hasta la conciencia. Y así como los escritores desterrados, unilateralmente, convierten a sus obras en la escena donde combaten dioses y demonios, así los que se han quedado no pueden evitar que predomine un espacio de creación y lectura en el que no hay ni combate, ni cielo, ni infierno.
Nada es ilícito en literatura, nada debe ser reglado o prefijado. Pero si hay un punto de confluencia en que puedan reunirse los que están afuera y los que están aquí, si hay un legado que los escritores desterrados puedan dejar a los escritores que se quedaron, seguramente será —al margen de sus fracasos literarios y de sus abusos ideológicos— su maniática preocupación por el país y su resistencia a aceptarlo tal cual es, o parece ser. La realidad no es inocente, nos dicen los hombres del ‘55, y es un interesado velo el que produce semejante ilusión mistificadora. Y en los años que vienen será muy necesario recuperar esa tradición tan argentina de cuestionamiento de la legitimidad, ese espíritu crítico que va de Sarmiento y José Hernández a Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz, Jauretche y Sebreli (la mezcla es deliberada), y que últimamente parece haberle dejado el campo libre al miedo, al conformismo y a la indiferencia.
Referencias:
[1] Escritor, crítico y periodista, nació en Zagreb (hoy Croacia; en ese entonces una convulsionada Yugoeslavia) en 1938; reside en la Argentina desde 1948. Dirigió colecciones de la recordada editorial Centro Editor de América latina (Capítulo Universal y Narradores de Hoy), se ocupó también del suplemento cultural del diario La Opinión en época de Jacobo Timmerman y también fue director del semanario Argumento Político. Editorialista de Clarín y columnista de la revista Humor. Actualmente colabora con La Nación.
[2] El adjetivo “fugaz” puede desorientar al lector, ya que en esa detención Daniel Moyano sufrió varios apremios y simulacros de fusilamiento.
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