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Jul 31, 2016 Eduardo Paganini El baúl Comentarios desactivados en Mauricio López: Un cristiano en el desierto
Pocos son los eventos y los espacios que recuerdan hoy en Mendoza la memoria de Mauricio López. Esta recordación de su contemporáneo Roberto Follari conlleva la oportunidad de conocer sobre él y de erigirse en cálido homenaje.
Nadie que lo haya conocido podría olvidarlo: su proverbial sencillez, su cuidado por el otro, su imposibilidad de decir mal sobre alguien, lo hacían absolutamente excepcional. Por ello destacaba aún más si se recortaba sobre su enorme erudición, la pulcritud y excelencia de su lenguaje (acrisolado en los poetas más exquisitos: en Whitman, Höldering. Keats), su versación filosófica y teológica que se cuidaba siempre de no apabullar al interlocutor. Y todo lo anterior, ligado a una experiencia de vida singular: había viajado desde muy joven por toda Latinoamérica primero y luego por el resto del mundo, convirtiéndose en una figura insospechada —desde este Cuyo tan fuera del mapa internacional—, en cuanto a su vigencia mundial. Experiencia que afloraba en alguna referencia tangencial, ya que jamás se hubiera consentido un dejo de presunción o de personal orgullo. Nadie podía olvidarlo.
Ni tampoco se puede borrar su compromiso con los más desprotegidos y su férrea y permanente defensa de los derechos humanos. Aquella que siempre implica elecciones, riesgos. La que lo puso en la mira de la represión militar, para que fuera —en la noche de año nuevo que inauguraba 1977, en medio de un país aplastado por la persecución ilegal desatada por las Fuerzas Armadas—, una víctima más de la ceguera y el fanatismo del régimen instalado por la fuerza el 24 de marzo de 1976.
No se había amilanado frente a la asfixiante situación, el miedo no lo paralizaba. Siempre tuvo una palabra de consuelo y alegría para los muchos desesperados por el dolor y el terror tan comprensibles por entonces. Él recordaba las experiencias de los campos de concentración, para marcar que aún en los extremos más inauditos cabe encontrar un hálito de esperanza y de humanidad. Sabía que su testimonio podía pagar un alto precio. Pero jamás admitió ser violentado por el temor: era inconcebible para él otra cosa que practicar la hermandad, que llevar ayuda a los que más lo necesitaban.
Por suerte, también supo evitar ser un santón o un puritano. Disfrutaba de la vestimenta elegante, de la música exquisita, de las lecturas, los encuentros sociales y el canto. Sabía cuán lejos está la moral de la moralina: a ello había ayudado su vasto peregrinar por el mundo. Vio mucho, no se escandalizaba por la diferencia o lo anticonvencional, tan difíciles de soportar para ámbitos autocentrados y provincianos como el nuestro. Fue un ejemplo ético en serio, no esa estúpida “alma bella” que Hegel detestaba: la de aquel que cree que ser bueno es transigir con todo y nunca definirse.
Pero a la vez, supo mantener una casi insólita tolerancia frente a los otros, aun sus adversarios. Jamás admitió reducir el valor de la persona al de sus ideas: respetó escrupulosamente a quienes pensaban diferente, y hasta a quienes poco pensaban. Les asignaba dignidad humana en cualquier caso, aunque esta estuviera escondida, deformada por el fanatismo, el oportunismo o la abyección. Respetaba a todos a rajatabla. Por eso aun sus contradictores no pudieron evitar respetarlo.
Por ello, cuando la intervención militar se asestó sobre la Universidad Nacional de San Luis, el nuevo rector dictatorial no se atrevió a pronunciar la ritual referencia a la supuesta corrupción de las autoridades civiles anteriores. Suponer que hubiera habido ilícitos durante el rectorado de Mauricio López no era simplemente increíble: resultaba ridículo. De modo que se ahorraron de montar el escenario.
También fue esto lo que llevó a que durante la ultrarreaccionaria “Misión Ivanisevich” instalada por justicialismo en el Ministerio de Educación, no se relevara a Mauricio López de su cargo rectoral, como sí se hizo en casi todas las universidades: era un alto costo político remplazar sin justificación a alguien de su valía.
Valía internacionalmente reconocida: en Cuba me fue dicho alguna vez que él era “una institución”. En Ginebra, vivió por dos años como secretario del Consejo Mundial de Iglesias. En París, compartió con Cortázar tardes de mates y de jazz. Recorrió —con anterioridad— nuestro subcontinente como delegado de las Juventudes de Estudiantes Cristianos. Cuando fue detenido-desaparecido pidieron por él desde el entonces presidente Carter hasta el Papa. Era una figura egregia, mundialmente reconocida como tal, precisamente porque nadie hubiera podido sospecharlo a partir de su humildad cotidiana, jamás impostada, siempre efecto de una cuidada disciplina moral, de un esfuerzo logrado de autodominio.
Alguien a la vez comprometido y tolerante. Una síntesis difícil de conseguir. Conocemos a los Torquemada que crucifican a quienes no piensan como ellos, y hacen pagar a los demás sus propios costos de rigidez ética. Y, más aún, nos son familiares aquellos que resultan permisivos con los demás, porque no se exigen nada a sí mismos: que en vez de tolerancia, practican lo indiferente, la inconsecuencia, el laissez faire. Nada más lejos de la lograda síntesis de Mauricio.
Pocos sospechan aquí cerca el tamaño de su figura. Tal vez sólo aquellos a quienes el destino —o peor, la persecución— nos llevó lejos del país podemos saber cómo y cuánto se lo conocía y respetaba en las más alejadas fronteras. En la Facultad de Ciencias Políticas se hizo en algún momento un acto recordatorio de su memoria; la Fundación Ecuménica —a la que perteneció cuando aún se denominaba Asociación Popular Ecuménica (APE)— publicó parte de sus escritos inéditos. La Universidad Nacional de San Luis ha puesto su nombre al auditorio mayor de la institución, y lo ha rememorado en una placa, junto a otros detenidos/desaparecidos de aquella Universidad, que lo conocieron de cerca: Horacio Flores, Sanatana Alcaraz (Sandro, para todos), Pedro Ledesma. Es difícil no conmoverse ante ese homenaje sencillo, que en la brevedad de su instalación sobre una pared no puede cobijar tanto dolor, tanta justicia, tanta soterrada memoria de los años de plomo sostenidos por la dictadura.
Mauricio López, un ejemplo ético. Quienes lo secuestraron y lo llevaron al martirio, en su barbarie no supieron lo que hacían. Ejemplo el suyo, quizá más vivo hoy: en esta época de cambalache ideológico y travestismo político, no cuesta advertir que incluso algunos de quienes lo celebraban entonces, se han sometido a la actual hegemonía de la injusticia social y del poder, han cambiado subrepticiamente de convicciones, y lo han vuelto memoria evanescente y descomprometida. Hoy, cuando por ese tipo de cosas tanto cuesta creer, su legado resulta más necesario que nunca: el legado de ese pastor de la Iglesia metodista, en quien la moral era el ejercicio naturalizado de su fe. Hoy, cuando la corrupción parece establecerse en todas partes, su recuerdo es un relumbrón inigualable.
Se ligó a la memoria más íntima de quienes lo quisimos. A la posibilidad de creer en estos tiempos de vacío y de intemperie. Sólo por testimonios como el suyo cabe todavía esperar, y encontramos alguna brújula frente a la terca prepotencia cotidiana de los atropellos propios del individualismo universalizado.
Fuente: Roberto Follari[i], Mauricio Amílcar López, un ejemplo en Mendoza: Historia y perspectivas, Mendoza, Diario Uno, Agosto de 1997
[i] El autor es docente de la Facultad de Ciencias Políticas (UNC). (Nota en el original)
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