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Jun 25, 2017 Eduardo Paganini El baúl Comentarios desactivados en Un cuento que juega con el tiempo
Como parte de los festejos por su 40º aniversario, la Asociación Mendocina de Intercambio Cultural Argentino-Norteamericano llama, en 1997, a concurso de poesía, cuentos y fotografías. Como producto final del mismo al año siguiente editó un breve volumen con la recopilación de las obras ganadoras. Aquí se transcribe la Primera Mención, un cuento corto pero de alta facción, cuyo autor José G. Álvarez no figura en los registros culturales de la Provincia a pesar de que en la ocasión era un joven de 30 años y con obra meritoria según se da a conocer en el mismo libro[i]. Vuelve EL BAÚL pues a difundir una obra en riesgo de extinción, en vistas a que el olvido la teñido con su apático color las sucesivas gestiones del rescate cultural de nuestro entorno.
La sangre bordaba un hilo granate en las andrajosas bombachas negras. De cuando en cuando, el jinete se palpaba el costado derecho del abdomen para constatar la evolución de la herida, o tal vez para asegurarse que seguía allí latiendo dolor y sangre en el cuerpo sudado. El balazo no había impactado de lleno, sin embargo no dejaba de ser una lesión importante. Pero Liborio Gómez, natural del chaco santafecino, sabía sobrellevar los dolores como un verdadero montonero del caudillo López. Era un legítimo servidor de la causa nacional, veterano de Cepeda y ahora también de Coronda, en donde había combatido recientemente. No sabía quién resultó vencedor de la batalla y el ignorar esto escarbó muy adentro en su alma. Intentó tranquilizarse pensando que fueron ellos, los valientes santafecinos, quienes barrieron a los bisoños entrerrianos de Ramírez. Aunque de ser así, prevalecía un interrogante que giraba en su cabeza, saber por qué estaba herido y solo. Revolvió la gaveta de la memoria y poco a poco las imágenes se dibujaron en su mente…
Estaba en primera línea por exclusiva orden de Estanislao López, comenzó a cabalgar al trote y detrás de una loma aparecieron los entrerrianos. Venían a todo galope, lanzas en ristre y fusiles en posición de tiro. Liborio apretó la lanza con esas manos acostumbradas a empuñar el hacha, y al grito de “Viva Don López y la causa federal”, se lanzó a la carrera en medio de la desbandada de aterrados chajás y las explosiones de los disparos litoraleños. Envueltos en la gritería general, aromada con el aliento a caña fuerte, sintió un ardor en el costado derecho; la tacuara se le resbaló de las manos, a la vez que un olor a pólvora y carne quemada se coló por su nariz. Detrás del dolor cayó la pesada cortina de la inconsciencia.
Y ahora estaba solo, navegando a la deriva en el inmenso mar verdoso de la llanura pampeana, con una herida que lo debilitaba a medida que transcurrían los minutos y ni un mísero trago de ginebra para aliviar la ansiedad que le oprimía el pecho desde hacia leguas. De a ratos achicaba los ojos escrutando el horizonte, tratando de divisar la montonera o lo que quedara de ella. Dos figuras cayeron presas de su visión, dos jinetes cabalgando a su encuentro. Liborio Gómez sofrenó el caballo; por simple instinto o tal vez el recuerdo de una lección paternal, desenvainó el facón y lo ocultó debajo de una pierna. Distinguiendo a los jinetes reconoció a uno de ellos, antiguo hachero compañero de tala allá en el norte de Santa Fe. Guardó el arma.
Cuando se produjo el encuentro, el conocido de Gómez, lo saludó y sin reparar en el estado de Liborio, le comunicó un importante mensaje: Don Estanislao López requería su presencia.
Los tres jinetes encaminaron sus caballos hacia el sur, ninguno volvió a hablar durante el viaje y en cuestión de minutos se reunieron con el resto de la tropa santafecina. Antes de descabalgar, el jefe federal de Santa Fe se acercó al trío recién arribado y dirigiéndose a Liborio dijo: “Gómez, a usted lo quiero en primera línea para que me guíe la tropa, nos vamos a Coronda, a encontrar a los entrerrianos para aclarar un poco quién manda acá”. Liborio Gómez, perplejo por lo que oía, quiso rehusarse, quiso explicarle a su comandante que era imposible ir a luchar a Coronda, porque sencillamente ya habían ido, ya se había producido el combate e incluso tenía una herida en el costado que… al pensar en esto llevó su mano al lugar, extrañado de haber olvidado el dolor, y encontró que no tenía herida alguna, ni siquiera rastros de sangre sobre la ropa harapienta. Amagó un imperfecto saludo militar y se ubicó al frente de la formación, mientras su mente viajaba veloz en busca de la necesaria respuesta oculta en la inexplicable realidad.
La masa se puso en marcha al trote; detrás de una loma aparecieron los entrerrianos, lanzas al ristre y fusiles en posición de tiro. Liborio apretó la lanza con esas manos acostumbradas a empuñar el hacha, y al grito de “Viva Don López y la causa federal”, se lanzó a la carrera en medio de la desbandada de aterrados chajás y las explosiones de los disparos litoraleños. Envuelto en la gritería general, aromada con el aliento a caña fuerte, sintió un ardor en el costado derecho; la tacuara se le resbaló de las manos, a la vez que un olor a pólvora y carne quemada se coló por su nariz. Detrás del dolor cayó la pesada cortina de la inconsciencia.
La sangre bordaba un hilo granate en las andrajosas bombachas negras. De cuando en cuando el jinete se palpaba el costado derecho del abdomen, para constatar la evolución de la herida o tal vez para asegurarse que seguía allí, latiendo dolor y sangre en el cuerpo sudado.
Perdido en la inmensidad de la llanura, herido y sin saber la suerte de una reciente batalla en la que nebulosamente recordaba haber participado, tal vez en incontables ocasiones; miraba el horizonte tratando de ver algo. Sintió alivio al ver a dos jinetes dirigiéndose hacia él; fueran conocidos o desconocidos, amigos o enemigos, desenvainó el facón y lo ocultó debajo de una pierna. Los esperó anhelando que le trajeran una revelación nueva, una respuesta, un porqué. No queriendo pensar que le traían la misma revelación de siempre, ésa que ahora no recordaba, pero que lo obligaba a guardar el arma y encaminarse junto a los mensajeros hacia ese sur, en donde la esperaba una batalla, a la cual él pertenecía desde y para siempre.
Fuente: José Gabriel Álvarez, Atrapado en la carga, Mendoza, AMICANA, 1998.
Referencias:
[i] “José Gabriel Álvarez nació en Bs. As. en 1967. Reside en Mendoza desde 1987. Escritor de relatos cortos y nouvelles, obtuvo en 1994 e! 1° Premio en el Certamen de Prosa Breve “Félix Dardo Palorma” con la obra “Escape Frustrado”. Breve síntesis biográfica en el texto original.
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