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Jun 07, 2020 Hugo De Marinis Literatura Comentarios desactivados en Echegoyen
Conocimos a Jorge Echegoyen a principios de los ochenta, en un tour nocturno por el campus de York University, alma mater progresista de inmigrantes sin muchos recursos pero con ínfulas, situada al bies de la tradicional y conservadora Universidad de Toronto. Solo se lo visitaba a deshoras, aun cuando las clases vespertinas en York eran escasas.
Nos recibió en un estudio inmenso, con la sonrisa tibia del dibujo de cabecera de esta nota[i]. Ahí se almacenaban centenares de telas de pintores en potencia con quienes compartía espacio, aprendizaje y aspiraciones mientras acumulaba cursos para el acceso a cierto estatus artístico académico. Estatus del que renegaba, aunque en ese entonces le rendía frutos impensados.
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Mientras venía el título se las rebuscaba como mozo en un restorán elegante de las afueras de la ciudad que le permitía pagar la matrícula, elevar su condición de artista disponible, no tan pintón como original e inteligente. El restorán le consintió el lujo de adquirir un poderoso Chevrolet Camaro negro, cuyo interior lo rememoramos desordenado, al borde de la mugre, efímero bulín de citas que si bien adivinamos precarias, debían compensarse por el lado tumultuoso. En el asiento de los festines se solían distinguir libros como la tapa roja de Grijalbo de El asalto a la razón de Georg Lukács o, descolado, el Rayuela de Julio Cortázar. Lo medimos, en esa primera instancia, como un facsímil difuso del temperamento de David Alfaro Siqueiros, aunque su fuerte no era el muralismo.
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Lo que pintaba Jorge eran óleos sobre lienzos de dimensiones considerables. Él se sentía parte de la escuela expresionista abstracta, que si entendemos algo de sus rasgos más salientes – colores, tamaños, herramientas – están reflejados en los cuadros que acompañan este escrito.
Un compañero de estudios de York aventura que su estilo pretendía asociarse al de Antonio Berni en el plano de la sensibilidad social. Se reclamaba como artista comprometido, además de ex militante del ERP en sus tiempos de Argentina. Es probable que esta identificación fuera un homenaje a su hermana Amalia Stella Maris Echegoyen, detenida en Córdoba el 28 de marzo de 1976 junto a su esposo Hugo Hernán Pacheco, los dos mendocinos como Jorge. Se sabe que los llevaron al centro clandestino de detención La Perla. Ambos permanecen desaparecidos.
Según su profesor, el pintor chileno Eugenio Téllez, Echegoyen poseía un talento indómito que, de habérselas arreglado para sofrenarlo, habría alcanzado metas que otros estimaban envidiables. Nada más lejos de lo que se proponía este creador que se quedó en la pura potencia. Los que lo conocieron opinaban que tenía el futuro a su merced.
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A finales de los noventa Jorge fatigaba los populares negocios de ventas de donoughts en el centro de Toronto, lugares frecuentados por rebeldes, borrachines, soñadores, personas sin hogar y artistas en ciernes. A falta de cafés para bohemios, los donoughts tenían que suplir la necesidad, estaban abiertos las 24 horas, no te echaban y se podía fumar, además de contar con precios accesibles. En uno de estos democráticos espacios lo encontramos una vez. Estaba enfrascado en un poema que decía iba a servirle de base para una serie de pinturas que tenía vendidas. Solo faltaba pintarlas.
– Acá no me reconocen – nos dijo – me voy a Italia.
Pasadas estaban las épocas del restorán, la universidad, los buenos augurios plásticos y el Chevrolet Camaro. Nos contó que tenía un estudio pequeño que se lo daban a cambio de limpiar los lugares comunes del edificio donde se hallaba. Podía pintar porque el sitio no demandaba mayores esfuerzos. Quedamos en juntarnos en lo de uno de nosotros. Le pedimos que trajera una propuesta, que había un amigazo en condiciones de facilitarle una exhibición en un lugar importante. Esta no la podía dejar pasar.
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Finalmente nos reunimos y, en efecto, Jorge la dejó pasar. Pero no solo eso: nos enrostró que no le interesaba presentar su arte en ninguna galería burguesa; que nadie le iba a poner precio y que de aceptar se consideraría un mercenario. Nos sentimos abochornados por el amigo facilitador que había asistido a la reunión, era también pintor, quería mostrarle su arte y terminó sin entender nada. Poco después advertimos que no podía ocurrir otra cosa. Menos mal que así fue.
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Una noche helada del año 2001 llamaron para informarnos que a Jorge lo encontraron sin vida en el estudio obtenido a cambio de mantenimiento. Sus cuadros subsisten desperdigados en los domicilios de sus amigos esperando que alguien tome impulso y los muestre juntos, no en una pomposa sala de arte de cartón sino en la mera casa de alguno de los que lo quisimos tanto.
[i] El dibujo de la cabecera de esta nota está firmado por un tal Marco Antonio, a quien no conocemos e ignoramos cómo llegó a nuestras manos. Es de diciembre de 1999.
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