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Sep 03, 2017 Federico Mare Recomendada Comentarios desactivados en La desaparición de Santiago y la reaparición del terror
Todo tiene un contexto, y nada se entiende fuera de contexto. ¿Cómo obviarlo, entonces? El que a nosotros nos ha tocado en suerte es el de la Argentina derechizada del macrismo. Inclemente contexto, amargas coordenadas históricas, sombrío marco de inteligibilidad de nuestro acontecer colectivo.
Políticas neoliberales de shock en materia macroeconómica: ajuste fiscal, devaluación salvaje, tarifazos, apertura indiscriminada de las importaciones, despidos masivos, privatizaciones, congelamiento de salarios. Secuelas sociales catastróficas: cierre de fábricas, aumento del desempleo, caída de los salarios reales, contracción del consumo popular, crecimiento acelerado de la pobreza y la indigencia, precarización laboral. Neoconservadurismo en materia educativa y cultural: purgas macartistas, recortes presupuestarios al CONICET, rebrote del clericalismo, proyecto de ley de «libertad religiosa». Criminalización de la protesta: violencia represiva contra obreros y docentes, encarcelamiento arbitrario de Milagro Sala, demonización de las luchas mapuches. Deterioro de la institucionalidad republicana: presiones sobre la justicia y el Ministerio Público, manipulación dilatoria de resultados electorales, uso abusivo del veto y del decreto. Otros síntomas ominosos: retrocesos en derechos humanos, embestida contra la Ley de Medios, devolución de favores al Grupo Clarín, ejércitos mercenarios de trolls oficialistas infestando las redes sociales, retorno de la mano dura, cruzada contra el «garantismo», políticas de la memoria negacionistas, declaraciones xenófobas de funcionarios…
El inventario no es exhaustivo, sino meramente ilustrativo. ¿Ilustrativo de qué? De que la nueva Argentina de Cambiemos, sin ser una dictadura, es una democracia de baja intensidad, igual que los Estados Unidos de Donald Trump. El presente de nuestro país decepciona, agobia, duele, indigna, enerva. La derecha campea y señorea a sus anchas. Vivimos tiempos reaccionarios.
* * *
Tengo ante mis ojos, en este preciso instante, el bellísimo dibujo que un artista amigo, Andrés Casciani, ha hecho sobre Santiago Maldonado, y que ilustra esta columna. La mirada serena sin lejanía, la barba hirsuta y desaliñada de artesano errante, la frente y el vértice envueltos con una bandana negra…
Mientras contemplo el retrato, y una congoja mezclada con bronca me domina, no puedo impedir que mi mente rememore el horror de la última dictadura militar, con sus 30 mil desapariciones forzadas. Tampoco puedo evitar que a mi memoria acudan las tragedias de Chile y Uruguay del 73, la barbarie del tirano Stroessner en Paraguay, los crímenes políticos de Banzer en Bolivia, y otros sucesos no menos dolorosos.
Tal ha sido la magnitud del terrorismo de estado en nuestra América del Sur, que la muy conservadora Real Academia Española, cancerbera neocolonial del castellano ibérico más castizo, tuvo que aceptar, a regañadientes, el uso transitivo del verbo «desaparecer», en la acepción de «hacer que alguien desaparezca», una heterodoxia idiomática típicamente sudaca, muy difundida en Argentina gracias al accionar represivo de Videla y compañía.
Y mientras cavilo sobre esta cuestión semántica e histórico-cultural (y en último término, también política), me pregunto: ¿dónde está Santiago? Porque Santiago Maldonado no desapareció. A Santiago lo desaparecieron. Alguien lo desapareció.
La suya no fue una desaparición intransitiva, voluntaria, como la de un niño que juega a las escondidas. La suya fue una desaparición transitiva, forzada, como lo es, y siempre lo ha sido, todo rapto o secuestro. Hay testigos que vieron cómo lo desaparecían, cómo lo arrestaban, y lo han denunciado sin medias tintas a los cuatro vientos.
A Santiago lo desapareció la Gendarmería, y la Gendarmería es el Estado nacional. Y el Estado nacional tiene un gobierno. Y el gobierno tiene un presidente. Todos ellos son, pues, responsables. Todos tienen que hacerse cargo de la desaparición forzada de Santiago Maldonado.
¿Es preciso recordar que existe en nuestra república, igual que en todo estado de derecho, una institución jurídica de larga data llamada habeas corpus? ¿Y habeas corpus no significa acaso, en latín, «tienes el cuerpo»? Pues bien: no tenemos el cuerpo de Santiago Maldonado. Tenemos su ausencia, que nos duele, y graves sospechas, que nos inquietan y sulfuran.
Entonces, no me pregunto a mí mismo nada. No tengo por qué hacerlo, dado que no soy autor ni cómplice del delito de lesa humanidad perpetrado, y por ende, desconozco la respuesta. Traslado la pregunta a quienes debo trasladársela, a quienes saben la respuesta o están obligados a averiguarla: jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad Pablo Noceti, ministra Patricia Bullrich, presidente Mauricio Macri, ¿dónde está Santiago? Reformulo el interrogante, para que quede más claro que no se trata de una consulta, sino de una interpelación: ¿dónde está desaparecido Santiago, a un mes de su detención?
Seré más contundente aún, porque no es momento para buenos modales de señorito inglés: Noceti, Bullrich, Macri, ¿dónde carajo tiene Gendarmería retenido ilegalmente a Santiago? Rindan cuentas. Háganse cargo. Que aparezca ya mismo, y más les vale que con vida.
* * *
Pero hay una pregunta que sí podemos –y debemos– hacernos nosotros, por muy dolorosa que nos resulte responderla: ¿por qué Gendarmería no ha devuelto a Santiago? La hipótesis más obvia es que, si eso sucediera, el testimonio de la víctima, o su cuerpo, o ambas cosas, podrían confirmar las peores sospechas… ¿Golpiza brutal? ¿Maltratos y humillaciones? ¿Apremios ilegales? ¿Cautiverio clandestino? ¿Tortura? ¿Muerte? No sabemos cuál de estas opciones, o cuáles, son reales. Pero resulta evidente que algo malo ha sucedido, y que lo están ocultando. Si Santiago reapareciera, y su testimonio o su cuerpo corroboraran el accionar criminal de sus captores uniformados, el escándalo sería mayúsculo, tremendo, y la imagen pública no sólo de Gendarmería, sino de todo el gobierno, quedaría hecha añicos.
Y está claro algo: aun en el caso de que los gendarmes que cometieron el delito (sea cual fuere su ulterior gravedad, la cual desconocemos) hayan actuado motu proprio, sin haber recibido órdenes superiores, lo cierto es que el Poder Ejecutivo Nacional, al decidir encubrir a los autores, por cualquier razón que tuviera para hacerlo (solidaridad corporativa, afinidad ideológica o cálculo político), se vuelve automáticamente cómplice del hecho. Vale decir que la responsabilidad del gobierno no es sólo política, sino también penal, ya sea por mandar hacer, o ya sea por apañar lo que se hizo.
Hay, empero, otra conjetura verosímil, aun más terrible: Gendarmería bien pudo no haber devuelto a Santiago con la intención deliberada, premeditada, de sembrar el terror, de amedrentar a los mapuches e inducirlos a que abandonen la lucha. Dicho de otro modo: terrorismo de estado en su máxima expresión. Conocemos muy bien, como sociedad, la lógica de este modus operandi: desaparecer a una persona para disciplinar a muchas otras mediante el miedo traumático. Es una lógica simple, muy básica, pero no por ello exenta de eficacia, como la historia de la última dictadura acredita con creces.
Va de suyo que esta segunda hipótesis supone que hubo un plan gubernamental. No sería creíble que un puñado de gendarmes decidiera espontáneamente, in situ, implementar una táctica terrorista de miras político-ideológicas tan amplias.
No sabemos a ciencia cierta qué pasó, si Santiago sigue vivo o no (ojalá que sí). Pero todo indica que algo grave pasó, y que están haciendo todo lo posible para evitar que esa verdad peligrosa salga a la luz. De este gobierno reaccionario y represor cabe esperar cualquier cosa.
La desaparición forzada de Santiago, independientemente de cuál sea su desenlace, representa ya la reaparición del terror. Que el vacío de su ausencia sea llenado con nuestra lucha, no con nuestro miedo.
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