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Apenas instalada la dictadura, comienza la cacería de mujeres y hombres, dirigentes políticos y gremiales, delegados de fábrica, estudiantes, periodistas. Se impone en el país una política de terror. Se instala el miedo. La izquierda intelectual sufre las primeras bajas: secuestran al novelista Haroldo Conti, a los poetas Miguel Ángel Bustos y Roberto Santoro. Encarcelan al novelista Antonio Di Benedetto. Caen en combate el escritor Rodolfo Walsh y el poeta Francisco Urondo. Suman centenares los intelectuales que son perseguidos. El ambiente se enrarece con la amenaza, con la delación y con la censura y autocensura de las posibles víctimas. A la certidumbre del genocidio, se agrega la tortura adicional del propio miedo a lo que pueda ocurrir por el delito de pensar. Se expurgan las bibliotecas, se queman o se entierran los libros considerados peligrosos. Se revive la hoguera medieval. Se hace cierto en la Argentina lo que Claude Fell estudió en Mecánisme et activité de la censure inquisitorial de 1600 a 1640, cuando recuerda las desdichas del librero Ignacio Laert (“Es librero con quien conviene estar con mucho cuidado, pues a libros políticos y vedados les ha sentido mucha inclinación”). Se queman libros en los cuarteles y en un basural, mientras en la Universidad se exorcizan los inquietantes fantasmas de Carlos Marx, Sigmund Freud y Albert Einstein. Leer es peligroso, escribir es peligroso, pensar es peligroso. Nunca como entonces el deber ser intelectual semeja a un abusivo mandato de la inteligencia. A partir de ese momento, se produce en la cultura de los argentinos una ruptura generacional, producto del genocidio y el miedo, de la falta de comunicación entre mujeres y hombres que deben enfrentar una coyuntura histórica traumática, desconocida hasta entonces. El sujeto replegado en sí mismo desplaza al sujeto solidario, que arriesga su vida por defender su convicción. El instinto de sobrevivencia se acrecienta con el miedo. El intelectual, en esas circunstancias, no es una excepción. Algunos pueden superarlo en la militancia; otros, en el ejercicio casi secreto de la lectura, como una forma de resistencia ante una realidad hostil. Y es entonces, también, cuando algunos escritores toman el camino del exilio.
Las razones por las que esos escritores se alejaron del país, respondieron a distintas circunstancias, algunas de ellas tan perentorias como la de salvar sus vidas. Otros, pudieron hacerlo después de pasar un tiempo en prisión, como Antonio Di Benedetto, quien en su condición de PEN (detenido por el Poder Ejecutivo Nacional) pudo salir del país, después de dieciocho meses de permanencia en distintas cárceles de Mendoza y La Plata. David Viñas, a quien la palabra exilio le sonaba un poco melodramática, con un componente de autocomplacencia y autocompasión, prefirió hablar de “quienes estuvimos afuera”. Por pudor, Antonio Di Benedetto fue reticente en el relato de sus padecimientos y humillaciones en prisión. En general, esta actitud fue compartida por la mayoría de los escritores, quienes en sus escritos del exilio omitieron las desdichas personales —la busca de trabajo, los engorrosos trámites de la extranjería, la inevitable nostalgia— y continuaron su obra pensando en el país. Nadie, que yo sepa, disimuló su propio miedo ni la tristeza por el alejamiento. En esas circunstancias, alguien citaba un poema de Tirteo de Esparta:
A partir de este reconocimiento, de este diálogo con el duelo y la culpa, los escritores del exilio reconstruyeron sus propias vidas y, en lo posible, continuaron con su literatura. Ese fue el caso de Héctor Tizón, Eduardo Mignogna, Osvaldo Bayer, Horacio Salas, Alberto Szpumberg, Noé Jitrik, Tununa Mercado, Nicolás Casullo, Mempo Giardinelli, Alvaro Abós, Alberto Adelach, Jorge Boccanera, Humberto Costantini, entre muchos otros. Esto no impidió los malentendidos ni las críticas erróneas. Una de ellas fue la que suscribió Luis Gregorich en su nota La literatura dividida[ii], donde aventuró la hipótesis de dos literaturas: una, que se producía aquí, fiel a los cánones de la estética y otra, escrita en el exilio, subordinada a la denuncia política. La realidad fue otra. Es posible que Gregorich confundiera los textos de denuncia que hacían esos escritores con los textos literarios que ellos producían en el exilio y que Gregorich, al parecer, desconocía.
En el exilio, Osvaldo Soriano continuó con su obra narrativa, que había comenzado en 1973 con Triste, solitario y final. En el exilio Soriano escribe No habrá más penas ni olvido (1978) y Cuarteles de invierno (1980), que inician el largo ciclo novelístico de sus antihéroes (boxeadores, viajantes, gente de oficios azarosos) en las antípodas de una literatura de propaganda. Daniel Moyano, detenido y encarcelado el 24 de marzo de 1976, logró exiliarse en España. Durante cinco años no pudo escribir. Finalmente, el autor de El oscuro y El trino del diablo, recupera el placer del oficio y escribe El vuelo del tigre (1981) y Tres golpes de timbal (1984). No regresa del exilio. Muere en España en 1991.
Quien explica bien la tensión entre literatura y exilio, es Antonio Di Benedetto, el autor de Zama. El 30 de abril de 1983, en Madrid, al referirse a sus Cuentos del exilio, dice lo siguiente: “El título de este libro, posiblemente aprovechable en una ficha biobibliográfica, se debe a que los textos fueron escritos durante los años de exilio. Que, bien considerado, vino a ser doble: cuando fui arrancado de mi hogar, mi familia, mi trabajo, los amigos y, luego, al pasar a tierras lejanas y ajenas.
“No se crea que, por más que haya sufrido, estas páginas tienen que constituir necesariamente una crónica, ni contener una denuncia, ni presentar rasgos políticos. Como me lo ha enseñado Lou, el silencio, a veces, equivale a una protesta muy aguda.
“Acaso lo que dejen trascender, especialmente algunos cuentos, es que no pueden haber sido escritos sino por un exiliado. Pero nada más. Ya que son, sencilla y puramente, ficciones.”
De eso se trata: de ficciones que intentan elaborar un tiempo y una patria perdidos, de recrear, en la ficción, una realidad negada a quien la convoca. Humberto Costantini, en sus siete años de exilio, realizó esa tarea, la que había comenzado aquí, en tiempos de la dictadura, cuando empezó a escribir su novela De Dioses, hombrecitos y policías. “Este libro —dice su autor— lo empecé a escribir en plena represión, en pleno terror. Lo seguí escribiendo porque sí, por vicio digamos, para hacer algo en una época en que escribir parecía un disparate. Lo cierto fue que, sin quererlo, el primer beneficiado fui yo; la realidad de la novela me arrancaba de la espantosa realidad de todos los días. No exagero si digo que me ayudó a vivir”. En el exilio, a través de la irrealidad de la literatura, Costantini continuó la indagación de “la espantosa realidad” en la novela La larga noche de Francisco Santis y en los cuentos de En la noche. También reunió textos de otros escritores en Cuentos del exilio, que publicó en México, en 1983. Meses más tarde regresó a la Argentina, donde murió en 1987.
Todos estos materiales hoy pueden observarse como una lectura paralela a los textos que se escribieron aquí durante esa época nefasta. Esa lectura nos remite a un dolor y un duelo compartido y no a un enfrentamiento entre quienes padecieron el exilio interior y el exterior, ya que unos y otros fueron víctimas de esos “años de plomo”, a los que sobrevivieron con lucidez y coraje intelectual.
Referencias:
[i] Pedro Orgambide (Buenos Aires, 1929–2003) fue un escritor polígrafo argentino, durante la dictadura de Videla debió exiliarse en México. Vastísima obra que inicia en 1949 hasta su muerte. Cultivó varios géneros literarios y obtuvo algunos premios, pero la historia de la literatura argentina le debe una tarea que resulta aún hoy de difícil superación —aunque merezca actualizarse—: Enciclopedia de la literatura argentina, volumen breve con rica información de autores nacionales en orden alfabético (colaboración de Roberto Yahni)
[ii] Puede leerse este texto aquí en La Quinta Pata en http://la5tapata.net/la-literatura-argentina-en-epocas-de-fuego/
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