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Ago 12, 2018 Hugo De Marinis Mundo 0
La tradición canadiense en la historia reciente sobre los derechos humanos puede ser considerada pura postura e hipocresía. Pero por el solo hecho de mantener la formalidad de su puesta en escena, algún alcance por más simbólico que fuese, tiene. Estas prácticas las conocen bien los inmigrantes que se instalaron en este país en los últimos tiempos, entre ellos, los latinoamericanos. Sin comprometer demasiado las conveniencias mercantiles del país y en ocasiones con aval gubernamental, las denuncias contra abusos autoritarios saturaron los oídos y a veces la honra de déspotas y dictadores. Admitamos que durante las dos gestiones del conservador Stephen Harper entre 2006 y 2015 esta tradición oficial prácticamente se esfumó. Solo con la vuelta del Partido Liberal al poder las posturas e hipocresías retornaron con sus magras aunque simbólicas virtudes. Sin ir más lejos, en noviembre de 2016, a instancias de grupos solidarios locales y de Amnistía Internacional se logró que el primer ministro Justin Trudeau durante su visita a la Argentina se interesara por la suerte de Milagro Sala. Macri prometió que giraría a la ONU una respuesta a la solicitud de Trudeau. Sin embargo Milagro sigue presa y solo los grupos solidarios locales continúan abogando por su liberación; mientras, el gobierno canadiense no ha realizado seguimientos por el caso.
Varios años antes, cuando Pierre Elliot Trudeau, padre de Justin, llevaba las riendas del gobierno (primero entre 1968 y 1979, y luego entre 1980 y 1984) sus rebeldías más frívolas que sustanciosas contra el establishment occidental fueron celebradas por un número apreciable de incondicionales y censuradas por detractores reaccionarios. Las indocilidades de Trudeau padre incluyeron desavenecias públicas con Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la mismísima reina Isabel II. Una que los conservas no le perdonaron fue su amistad con Fidel Castro y el granadino Maurice Rupert Bishop. Se lo hicieron sentir al primogénito Justin cuando expresó calurosas palabras a la muerte del líder cubano.
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El 2 de agosto pasado esta práctica mayormente de vidriera de la política exterior de Canadá dio una voltereta inesperada. La canciller Chrystia Freeland posteó en twitter que el gobierno de Arabia Saudita había encarcelado a la activista Samar Badawi, que Canadá apoyaba a su familia y reclamaba su inmediata libertad. El posteo se tradujo al árabe y desencadenó la furia saudí encarnada en el príncipe Mohammed bin Salman, heredero al trono que detenta de padre desde 2015, el rey Salman.
Very alarmed to learn that Samar Badawi, Raif Badawi’s sister, has been imprisoned in Saudi Arabia. Canada stands together with the Badawi family in this difficult time, and we continue to strongly call for the release of both Raif and Samar Badawi.
— Chrystia Freeland (@cafreeland) 2 de agosto de 2018
El príncipe de 32 años, a quien la derecha y los extremistas de centro norteamericanos consideran un reformista pro democracia, tomó en sus manos la respuesta. No muy diferente a sus tácticas violentas en conflictos con otros países, retiró al toque al embajador en Ottawa y declaró persona no grata a su par canadiense. Ordenó congelar toda nueva tratativa comercial y obligó a estudiantes sauditas, la mayoría formándose como médicos, a abandonar Canadá a la brevedad. Esto último causa agudos estragos para reemplazarlos en un sistema de salud universal que se ufana de situarse entre los mejores del mundo. Distintas fuentes lamentan las pérdidas monetarias que el altísimo costo de las matrículas que pagan estos alumnos causará a las ya diezmadas arcas universitarias. Tendrán que buscar recursos de financiación alternativos. En tanto, esta semana el dólar canadiense fluctuó hacia abajo como consecuencia de la crisis.
El gobierno, grogui por la virulencia del antagonista, trata de bajar los decibeles de la disputa a toda costa y se desuela por el abandono de sus similares de Estados Unidos y Gran Bretaña, aliados históricos. Cómo no, si es solo una cuestión de derechos humanos: lo que siempre ha vendido y nunca nadie se ha enfadado por ello. Pero hoy en día ni siquiera las puestas en escenas ni las hipocresías no son toleradas como hasta hace poco. Un mínimo de decencia, un amague de aplicación de principios nobles por más que solo existan de la boca para afuera y caen los halcones dueños del universo y no paran hasta la abdicación total del tierno irreverente.
En este caso vale la pena resaltar la opinión de un columnista del Toronto Star que recomienda que por más espuma que haya en la posición canadiense respecto a los derechos humanos, si se tiene que elegir una pelea que sea contra Arabia Saudita. Por varios motivos. Como reintroducir el cólera en Yemen y torturarlo con bombardeos incesantes con el apoyo de Estados Unidos e Israel. Por haber secuestrado al primer ministro del Líbano y haberlo obligado a leer una nota para su rescate; por aliarse con Estados Unidos e Israel para destruir un acuerdo con Irán que le ofrecía a la humanidad librarse de una amenaza nuclear. Por liquidar la primavera árabe en Bahréin; por decapitar, penar con latigazos, cortar manos y ejecutar públicamente a quienes condena entre los suyos. Eso, entre otras razones. “No hay mejor villano a enfrentar en nuestro probablemente breve match de fondo en la escena mundial que la nación saudí”.
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