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Jun 23, 2019 Federico Mare Opinión Comentarios desactivados en Reflexiones de un docente de izquierda en torno al día de la bandera
La semana pasada, en Acertijos de Clío –un grupo de divulgación histórica que administro en Facebook–, me llegaron varios pedidos o sugerencias para que publicara algo acerca de Manuel Belgrano y el origen del Día de la Bandera. Esto es algo que suele suceder en cada efeméride patria (25 de mayo, 9 de julio, 17 de agosto, etc.), y que me coloca, como historiador y divulgador, en un lugar un tanto incómodo, ya que no soy nacionalista ni patriota.
Aunque siento un afecto especial por mi terruño, la tierra donde nací y siempre viví, y donde espero poder morir, ese afecto no está construido sobre las premisas ideológicas del nacionalismo, del patriotismo, ni en su variante liberal-contractualista, ni –mucho menos– en su variante étnico-esencialista. Vuelvo a sincerarme: soy de izquierda, soy un socialista libertario, un anarcocomunista que sigue soñando con las utopías de Kropotkin, Malatesta, Landauer y González Pacheco. Y como tal, soy una persona de talante cosmopolita e ideario internacionalista. Fue por esta razón que me negué a jurar por la patria cuando me gradué de profesor de Historia, y es por esta misma razón que evito en Acertijos de Clío que la divulgación de la historia argentina –que tanto amo– quede atada a las vicisitudes conmemorativas del calendario oficial de efemérides patrias.
Como docente del secundario, sin embargo, me enfrento a un problema ético-político muy complejo: el de tener que lidiar, como trabajador asalariado, como laburante en relación de dependencia, con ciertas exigencias burocráticas e imposiciones ideológicas. Me refiero, concretamente, a la obligación de participar o colaborar en los actos escolares patrios, escribiendo y/o leyendo glosas o discursos sobre efemérides que poco o nada me representan, y que incluso atentan contra mis valores, circunstancia que menoscaba mi libertad de conciencia y expresión. ¿Qué hacer ante esta situación? Desde una lógica principista abstracta, la solución obvia sería la desobediencia, el desacato, que derivaría en un sumario, y eventualmente en un despido; o bien, la renuncia por anticipado. En ambos casos, me quedaría sin empleo, sin medios de subsistencia. Desde una lógica puramente pragmática y acomodaticia, basada en el cálculo de costo-beneficio, debería cumplir con tales exigencias, y tratar de complacer al máximo a la institución, redactando glosas o discursos de retórica patriotera ampulosa, con muchas adjetivaciones y frases hechas, y poco rigor histórico, dando rienda suelta al autobombo del Ser nacional: la visión esencialista del pasado (mitrista-liberal o revisionista), el mito de la excepcionalidad argentina, el imaginario y la liturgia de la religión cívica escolar a lo Billiken, etc.
Hace unos días, por ejemplo, me tocó escribir el discurso del Día de la Bandera. Aunque siento cierta simpatía ideológica por un revolucionario ilustrado como Belgrano (considerando el tiempo lejano y el lugar periférico en que vivió, pensó, escribió y militó), todo el culto chovinista que se ha montado en torno a su figura me resulta indigesto. Opté por cumplir con mi obligación laboral, evitando reflexiones críticas y valoraciones políticas que pudieran acarrearme un conflicto con las autoridades. Pero al mismo tiempo, decidí prescindir de toda la retórica patriotera encomiástica, limitándome a escribir una semblanza histórico-biográfica, un texto puramente descriptivo, con muchos datos factuales y sin adjetivaciones. Es decir, traté de asumirme como biógrafo y no como panegirista. No es algo demasiado subversivo, lo sé. Pero aun así considero que se trata de una forma subrepticia de disidencia.
Existe una ley de hierro sobre la retórica de las efemérides patrias en las escuelas: todo sustantivo va acompañado de uno o más adjetivos, por ej., prócer insigne, nuestra gloriosa nación, victoria resonante y heroica, etc. De tal modo, nunca jamás se dice el prócer consiguió una victoria para la nación, sino el prócer insigne consiguió una victoria resonante y heroica para nuestra gloriosa nación. No adjetivar en abundancia las glosas y discursos escolares constituye un crimen semántico de traición a la patria.
Si lxs docentes de izquierda, por razones de apremio económico, no podemos darnos el lujo de desobedecer ciertos mandatos escolares, podemos al menos evitar sumarnos al circo del patrioterismo, o hacerlo del modo menos indigno y deshonesto posible. La austeridad expresiva y el rigor informativo de un género biográfico alejado del panegírico acaso constituyan un pequeño acto cotidiano de protesta o resistencia, en el orden de lo posible.
A fin de ilustrar todo lo dicho, transcribo abajo el discurso escolar que escribí para el último acto del Día de la Bandera. Es un texto muy breve y sencillo, puramente narrativo, de poco vuelo intelectual, sin análisis y sin reflexión crítica. Posee, no obstante, según entiendo, algún valor informativo, biográfico, histórico-divulgativo. Pero acaso tenga un plus: el de testimoniar cómo una semblanza desprovista de ditirambos puede servir de táctica defensiva en la larga guerra de trincheras –permítaseme usar esta metáfora gramsciana– contra la cultura hegemónica escolar de las repúblicas burguesas.
Este feriado nacional, 20 de junio, se conmemora el Día de la Bandera. Así lo ha hecho la Argentina durante los últimos 80 años, desde 1938, cuando el Congreso de la Nación sancionó una ley con ese propósito, a instancias del presidente Roberto Ortiz.
Pero, ¿por qué el 20 de junio? Porque en esta fecha falleció Manuel Belgrano, el creador de la bandera argentina. Hablemos, entonces, un poco de este hombre, de su vida y su época, de sus ideas y su actuación política. Y también, por supuesto, del significado que tiene la efeméride del 20 de junio.
Belgrano –abogado, periodista, político, militar– nació en la ciudad de Buenos Aires, el 3 de junio de 1770, en el seno de una distinguida y acomodada familia del patriciado, cuando estas tierras de la América del Sur eran posesión del imperio español, y seis años antes de que la Corona creara el Virreinato del Río de la Plata. Su madre era una dama criolla de alcurnia; su padre, un inmigrante italiano que había amasado una considerable fortuna como comerciante.
Belgrano estudió en el Real Colegio de San Carlos, y al graduarse prosiguió su formación en España, en las prestigiosas universidades de Salamanca y Valladolid, donde se doctoró en Leyes con medalla de oro. En Europa entró en contacto con las obras de los filósofos ilustrados y los economistas fisiócratas (Montesquieu, Rousseau, Quesnay, Jovellanos, etc.), abrazando con entusiasmo las nuevas ideas que habían triunfado en la Independencia Norteamericana y la Revolución Francesa: soberanía popular, división de poderes, derechos individuales, garantías constitucionales, libertad de prensa, librecambio, etc.
De regreso en el Río de la Plata, asumió el cargo de secretario del Consulado de Comercio de Buenos Aires, desde donde fomentó la agricultura, el comercio y la industria, y también la educación pública. Sus convicciones liberales progresistas –expresadas en sus memorias consulares– le acarrearon la enemistad de los grandes mercaderes peninsulares ligados a los intereses monopólicos del puerto de Cádiz. Muchos de sus proyectos de reforma fueron rechazados, debido a la atmósfera oscurantista y conservadora todavía imperante.
Gracias al apoyo de Belgrano, comenzó a editarse en 1801 el Telégrafo Mercantil, el primer periódico del Río de la Plata. Belgrano fue un asiduo colaborador de esta publicación, como columnista. También solía escribir para el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, donde defendía sus novedosas ideas en materia de política económica.
Durante las Invasiones Inglesas, Belgrano se desempeñó como oficial de las milicias porteñas. Disipada la amenaza británica, renunció a su cargo militar y retomó su labor civil en el Consulado.
Hacia 1808, Francia invadió España con sus poderosos ejércitos, y Napoleón obligó al rey Fernando VII a que abdicara en favor de su hermano, José Bonaparte. El pueblo español resistió la ocupación y usurpación, tomando las armas y formando juntas de gobierno. Como era de esperar, la crisis política de España afectó profundamente su vínculo colonial con América. En el Plata, igual que en otros virreinatos y capitanías, la legitimidad de las autoridades metropolitanas entró en un rápido proceso de desgaste.
En este contexto, Belgrano se volvió carlotista. El carlotismo era un movimiento liberal que propiciaba la implantación de una monarquía parlamentaria independiente en el Río de la Plata, aprovechando la circunstancia de que la infanta Carlota de Borbón, hermana del rey cautivo y princesa consorte de Juan de Portugal, se hallaba muy cerca, en Río de Janeiro, junto a la corte lusitana que había huido de Napoleón. Pero pronto, Belgrano se desencantaría con el carlotismo, al darse cuenta que conllevaba el riesgo de una anexión del Plata al Brasil portugués.
Cuando en 1810 –conocida la noticia de la disolución de la Junta Central de Sevilla– estalló en Buenos Aires la Revolución de Mayo, Belgrano se destacó como uno de sus principales portavoces y líderes. El 25 de mayo, fue elegido vocal de la Primera Junta, primer gobierno patrio que tuvieron las Provincias Unidas, el cual desconoció la autoridad metropolitana del Consejo de Regencia. Integró el grupo revolucionario de ideas más «jacobinas», más avanzadas: el morenismo, la facción de Mariano Moreno.
1810 fue también el año en que Belgrano se vinculó a dos nuevos proyectos periodísticos de signo ilustrado: el Correo de Comercio –que dirigió– y la Gaceta de Buenos Aires –con la que colaboró–. Ambas publicaciones defendieron la causa revolucionaria.
Aunque Belgrano no era un militar de carrera, la Primera Junta lo puso al frente de las expediciones al Paraguay y la Banda Oriental, que debían doblegar la resistencia realista y asegurar la obediencia de esas provincias al nuevo poder revolucionario. La campaña del Paraguay fracasó en su cometido. La campaña de la Banda Oriental tuvo resultados dispares.
Cuando Saavedra y sus partidarios tomaron el poder, Belgrano, acusado de «extremista», cayó en desgracia, igual que otros morenistas. Pero no fue por mucho tiempo. El saavedrismo perdió el gobierno antes de lo pensado, y el Primer Triunvirato nombró a Belgrano jefe del Regimiento de Patricios. Él y sus soldados fueron enviados a Rosario para defender el Paraná de las incursiones realistas procedentes de la Banda Oriental.
Allí, el 27 de febrero de 1812, donde hoy se encuentra el Monumento Histórico Nacional a la Bandera, Belgrano hizo enarbolar por primera vez un pabellón celeste y blanco, los mismos colores de la escarapela que él había creado (aunque se desconoce cuál era su diseño y tonalidades exactas). Originalmente, la bandera albiceleste solo fue la enseña del Regimiento de Patricios. Su adopción como símbolo nacional ocurrió luego, en julio de 1816, algunos días después de que el Congreso de Tucumán declarara la independencia. Según la tradición popular, Belgrano eligió el celeste y blanco inspirándose en los colores del cielo, pero no está claro que haya sido así, y existen otras teorías sobre su elección.
El mismo día que hizo flamear la bandera albiceleste en las barrancas del Paraná, Belgrano fue designado comandante del Ejército del Norte. Su misión era vencer a las temibles fuerzas realistas del Alto Perú. El 23 de agosto de 1812, en medio de una situación desesperada, Belgrano recibió la orden de replegarse hacia el sur. Así comenzó el Éxodo Jujeño. Belgrano, el Ejército del Norte y toda la población de la ciudad de San Salvador de Jujuy marcharon hasta Tucumán. Allí, la fortuna volvió a sonreírles. La batalla de Tucumán, librada el 24 de septiembre de 1812, fue victoria de las armas patriotas, y permitió iniciar la recuperación del terreno perdido. El 20 de febrero de 1813, Salta fue reconquistada.
En abril, Belgrano avanzó con sus hombres hacia el Alto Perú, donde los patriotas habían vuelto a rebelarse contra el yugo español. En junio, Potosí fue liberada. Pero en octubre y noviembre, la suerte volvió a serle adversa, sufriendo las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, que lo obligaron a retroceder con sus tropas hasta Jujuy. El Segundo Triunvirato, disgustado, le inició un sumario.
En enero de 1814, Belgrano fue reemplazado en la comandancia del Ejército del Norte por San Martín, entablando ambos una excelente relación; relación que, al separarse, continuó por vía epistolar. Luego de entregar el mando en la Posta de Yatasto, el general porteño retornó, muy enfermo, a Buenos Aires.
Poco después, Belgrano fue enviado como diplomático a Europa. Su misión era conseguir el reconocimiento de la independencia rioplatense por parte de las grandes potencias, principalmente Gran Bretaña, cuyo poderío económico y naval la había vuelto el gran árbitro de la política internacional.
A su regreso, Belgrano apoyó la causa independentista en el Congreso de Tucumán, igual que su amigo San Martín. Pero conociendo de primera mano el clima ideológico reaccionario que imperaba en Europa luego de la caída de Napoleón –la Restauración–, propuso organizar la nueva nación como una monarquía parlamentaria y centralizada, en vez de como una república federal. San Martín era de la misma opinión; opinión que no prevaleció entre los congresistas.
Designado una vez más comandante del Ejército del Norte, Belgrano se vio enredado en la guerra civil entre el Directorio y la oposición federal, tomando partido por el primero. Cayó prisionero en Tucumán, pero su médico consiguió que fuese liberado debido a su grave estado de salud.
Partió de inmediato hacia Buenos Aires, donde la hidropesía lo postró y fue consumiendo. Promediaba el año 1820, y el país se hundía en el caos que provocó la caída del gobierno central en la batalla de Cepeda. Belgrano falleció a los 50 años, en medio de la pobreza más desoladora, pero con sus convicciones intactas. Su legado, con aciertos y errores, es importante, significativo. Cuesta imaginar la Revolución de Mayo y la independencia del Río de la Plata sin el aporte germinal de sus acciones e ideales.
Post scriptum.— Para una crítica del nacionalismo, véase mi artículo De la patria al terruño. Para un elogio del internacionalismo, Esperanto: la utopía de un idioma-mundo sin fronteras. Quienes tengan interés en incorporarse al grupo de divulgación histórica Acertijos de Clío, pueden hacerlo desde esta dirección: https://www.facebook.com/groups/1146180062093097
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