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May 28, 2017 Eduardo Paganini El Baúl Nacional Comentarios desactivados en Rodolfo Livingston, un arquitecto autocrítico
El tejido urbano dentro de la manzana, invariable en su trazado y régimen legal, fue la matriz que dio forma a la tipología edilicia conocida como propiedad horizontal y marcó las diferencias con otros modelos de vivienda en altura. Se perdió así la posibilidad de ir creando gradualmente una nueva organización del terreno dentro de la manzana, con espacios comunes, juegos, etc.
La ciudad de San Juan, arrasada por un terremoto en 1944, brindaba una extraordinaria oportunidad en este sentido; sin embargo se volvió a dibujar el mismo trazado que dio origen a la vivienda colonial.
La propiedad horizontal creció entonces como resultado directo de tres factores: la forma del lote, la necesidad de hacer rendir al máximo el dinero y el código de la edificación que fijaba límites a la ambición de los inversores. La altura de los techos (primero tres metros, después dos con sesenta), la altura máxima, en fin, la totalidad del edificio fue determinada por estos tres factores y se llegó así al living-comedor de dos ochenta por cinco, el baño de uno cincuenta por dos diez y los dormitorios de servicio de dos por tres ventilados al lavadero.
Los arquitectos se limitaron a «jugar» con la fachada, alternando en una u otra forma los balcones y los paños ciegos, «acusando» las losas y dejando o no el ladrillo a la vista, asuntos estos que a nadie le importaban porque un departamento es una casa sin fachada.
La imagen ante los demás, principal función de la fachada, quedó concentrada en el hall de entrada.
«Una buena entrada» es lo que compra la gente y no la alternancia de los balcones en la abstracción de un plano.
Poco a poco se fue formando una cultura de departamento reflejada en la valoración de los usuarios y los agentes inmobiliarios; azulejos hasta el techo, baño completo, comedor diario, cerámica italiana, mármol en la entrada, fueron los argumentos de venta que reemplazaron al espacio abundante, la posibilidad de tener animales y plantas y, sobre todo, el patio. Porque un departamento puede ser definido como una casa sin afuera.
Cuando empezó la moda de los departamentos no se tomó verdadera conciencia de esta brutal amputación del afuera cuyas consecuencias se fueron manifestando después. El auge de la psicología tiene mucho que ver con la presencia constante de los chicos, siempre «encima» de los padres que se ven impedidos de emplear el tradicional «¡chicos, vayan afuera!», porque el saludable «afuera» de todas las épocas había sido reemplazado por un ámbito anónimo y peligroso sólo atravesable de la mano de mucamas y niñeras o en las camionetas color naranja, dos nuevos e imprescindibles accesorios de la propiedad horizontal.
La proliferación de los salones para fiestas y de las «guarderías» de ancianos tienen también mucho que ver con este nuevo tipo de vivienda.
La pérdida del afuera fue también la pérdida del barrio y de los vecinos convertidos ahora en simples letras (la señora del sexto F, el gordo del segundo B, etc.) sin nombre ni identidad cuyas vidas transcurren, paradójicamente, más cerca que nunca unos de otros.
Sin ninguna duda la desaparición del barrio, de la calle, de la fachada y de los ‘vecinos afectó seriamente la identidad de los argentinos criados a departamento.
Aparecieron no obstante personajes compensatorios como el psicólogo, el portero (convertido en todos los vecinos) y la animadora de fiestas infantiles.
El automóvil aumentó su importancia hasta llegar a ser imprescindible para la fabricación del afuera semanal y la industria del camping se desarrolló por el mismo motivo.
Al llegar a este punto podríamos preguntarnos cómo fue posible que el público comprara viviendas que son definidas más por sus carencias que por sus ventajas.
La necesidad económica no explica suficientemente este hecho porque fueron numerosas las familias de clase alta, adineradas, que vendieron su casa para mudarse a un departamento. En los comienzos del auge de la propiedad horizontal comprar un departamento era también comprar un estilo de vida más práctico, más confortable y sobre todo más moderno, es decir, más norteamericano. Los departamentos llegaron a formar parte de nuestros deseos a través de Hollywood; junto con Cary Grant, Rita Hayworth, Ginger Rogers, Tyrone Power, sus ropas, sus autos y sus gestos compramos también los ámbitos donde transcurrían sus dramas y sus comedias: los departamentos.
La filosofía del Progreso indefinido nos hacía pensar que lo último era, por definición, mejor que lo anterior, sin percatarnos de que —como dice Ernesto Sábato- a veces el progreso es reaccionario. El concepto del confort fue precisamente el que nos permitió aceptar, casi sin notarlo, la tremenda amputación del afuera. La compactación de la planta suprimió la distancia entre el baño y los dormitorios, característica de la casa chorizo, y la calefacción en todos los ambientes reforzó el concepto de ese perpetuo adentro que llegó a asumirse como una condición necesaria de la vivienda, aun en climas templados como el de Buenos Aires o cálidos como los de Tucumán, Chaco o Santiago del Estero.
Cuando «compramos» los departamentos norteamericanos compramos también, distraídamente, el clima de Nueva York.
Esa negación del afuera coincidía con cierta modalidad característica de nuestra clase media urbana que siempre desconfió de «la calle» a la que vio como fuente de peligros, de perversiones («ese chico todo el día en la calle») y de movimientos populares. El temor a las enfermedades y a las «corrientes de aire» es característico también entre los miembros de la clase media y fue este otro aspecto de nuestra idiosincrasia ciudadana que hizo posible el aberrante sistema de valores que involucra la propiedad horizontal.
La patológica exaltación del adentro en detrimento del afuera se manifestó también en la ansiosa necesidad de techar los espacios vacíos. Los patios y las terrazas suelen ser vistos bajo esta óptica no por todo lo que son sino por lo que no son. Techar es como llenar.
Ocupar el espacio con objetos, el silencio con ruidos y palabras. La naturaleza se convirtió en un simple fondo de las figuras que forman las cosas y el cemento.
En las viviendas con ambientes de amplitud normal nunca fue necesario estudiar con exactitud la ubicación y tamaño de los muebles y mucho menos aún en la mal llamada «arquitectura espontánea» (que es la menos espontánea de las arquitecturas porque el proyectista es la tradición cultural) que mantiene con el equipamiento la misma sabia coherencia que la vincula con el clima, los materiales y el entorno.
En el caso de los departamentos los ambientes se fueron achicando poco a poco sin que los proyectistas tuvieran en cuenta el equipamiento como no fuera en una forma vaga e imprecisa. «La documentación» (el proyecto) solía encararse como un mero requisito que cumplir, una etapa de un trámite ajeno por completo a cosas tan ligadas al uso y a la vida real como son los muebles y los objetos.
Los errores más comunes derivados de esta falencia fueron los siguientes:
1) La mesa del comedor no puede ubicarse cómodamente porque no pensaron en ella.
2) Cuarto de chicos: la ubicación de la cama en el ángulo correcto impide la apertura completa de una de las puertas del placard, razón por la cual no pueden abrirse los cajones.
Una de las hojas de la ventana se abre sobre la cabecera de la cama. En este caso la ventana debiera ubicarse en un ángulo y no en el centro del ambiente.
3) El comedor diario no pasa de ser una leyenda en el plano de venta. La mesa y las sillas no caben porque la cocina no fue correctamente distribuida.
4) El planchado de la ropa no está resuelto. Se realiza sobre la mesa del comedor o en el cuarto de servicio.
5) La nueva modalidad de compras, el supermercado, no puede desarrollarse debido a que no está previsto el lugar para guardar compras grandes.
6) La distribución y el equipamiento del baño no variaron durante los treinta años de historia de la propiedad horizontal; mientras tanto la industria incorporó a nuestros hábitos de vida decenas de productos de cosmética y aparatos que llegaron a considerarse imprescindibles. Los botiquines no pueden contener los frasquitos, los ruleros resbalan infinitamente de la tapa del depósito del wáter, el secador de pelo y la afeitadora jamás encontraron su lugar, etc. etc.
7) La necesidad de guardar cosas no obtuvo otra respuesta que el placard, relacionado únicamente con la ropa. Muy rara vez un proyectista de departamentos pensó en trenes eléctricos, triciclos, ventiladores, el coche y la bañadera del bebé, cosas rotas que algún día se arreglarán, el árbol de navidad, disfraces, botes inflables, cajas con antiguas cartas y postales familiares, raquetas, máquinas de coser y de tejer; fue así como el changuito para las compras se apoyó siempre sobre el inodoro del baño de servicio, las cartas y las fotos de los abuelos finalmente se tiraron a la basura (cortándose la historia y la identidad familiar) y se fueron armando las sórdidas escenas de la vida real dentro de los departamentos.
Mi trabajo profesional me permitió conocer, fotografiar y resolver muchos problemas en este tipo de viviendas, porque a pesar de la escasez de espacio siempre existen lugares desaprovechados en las partes bajas y altas de los ambientes cuyos errores de distribución pueden ser también corregidos muchas veces con pequeñas reformas. Es notable observar cómo puede incrementarse el lugar para guardar cosas sin que disminuya el espacio libre ¿Por qué entonces no se previeron todas estas falencias que tanto afectaron y afectan a la vida familiar? Porque estos «detalles» no figuran entre los intereses de los’ inversores, de las firmas inmobiliarias, de los teóricos de la arquitectura ni de los arquitectos en su gran mayoría.
La expresión plástica de la invisible fachada fue siempre más importante que el lugar para el changuito.
¿Acaso no los sorprende en este momento leer la palabra ruleros en un libro de arquitectura? ¿No suena poco seria? Los arquitectos están todavía empantanados en la estéril solemnidad de lo plástico-formal, alejados de la vida y de la gente de verdad. Quizá por eso no los comprenden ni los llaman tanto como quisieran.
Tan cierto es esto que es posible trabajar de arquitecto dedicado a la propiedad horizontal durante veinte años sin hablar jamás con ninguna señora, con ningún adolescente, con ninguna mucama, porque el cliente es el inversor. Las señoras aparecerán después de entregar la obra y se las arreglarán como puedan. Tampoco las escucharán los críticos de arquitectura ni los historiadores. Sólo los psicoanalistas atenderán sus problemas, pero ellos no entienden de arquitectura ni conocen la casa de sus pacientes. Sin embargo, es imposible saber cómo somos sin saber dónde estamos, dónde habitamos. Y la afirmación vale tanto para la casa como para la ciudad y el país porque estos tres niveles del habitar son en el fondo uno solo. Urbanismo y arquitectura son dos aspectos de una misma realidad vital.
Las formas de los edificios y su recorte en el paisaje de la ciudad tienen siempre un valor simbólico porque son la expresión física de una realidad social, de la misma manera que la ropa y los gestos expresan a los individuos.
¿Qué representan los volúmenes de los edificios de propiedad horizontal, destacándose entre casas bajas, ridículamente comprimidos entre altas medianeras apenas perforadas por tímidas ventanas ilegales, impidiendo durante años que llegue la luz del sol a tantas habitaciones sombrías? ¿Y las azoteas a veces con insólitos ranchitos construidos sobre ellas, aun en pleno centro, o habitadas por mujeres trepadas a los tanques de agua en busca del sol del verano?
Esta volumetría incoherente muestra la simple adición de intereses individuales, la falta de armonía en el cuerpo social. Expresa también que no supimos replantear nuestro pasado, representado por el lote, tomando lo mejor de él para integrarlo a las necesidades del presente. El pasado permaneció congelado como uno de esos ejemplares del Martín Fierro encuadernados en cuero de vaca, recién sacados de la vitrina, que nuestros gobernantes suelen regalar a los visitantes ilustres. No supimos interpretar nuestra tradición simplemente porque no la entendimos.
La tradición que sentimos es Europa. La historia de nuestra arquitectura fue siempre la historia de la arquitectura europea. Nosotros somos «los que no somos europeos». Casi nos caemos del mapa. En las estaciones del ferrocarril Sarmiento se pueden leer todavía los carteles que indican «trenes para afuera», señalando a los que van al interior del país porque Europa es nuestro adentro y nuestro pasado. Y Estados Unidos es nuestro futuro.
Por eso la propiedad horizontal es, en última instancia, la expresión de nuestra falta de identidad nacional
La propiedad horizontal fue, sin duda, una respuesta equivocada a la necesidad social de instrumentar una nueva tipología de vivienda. El panorama hasta aquí descripto refleja, a mi juicio, algo más del noventa por ciento de la realidad. Existieron excepciones sin embargo; edificios con los cuales sus proyectistas respondieron magníficamente a las necesidades de los usuarios, aun dentro de las limitaciones marcadas por el lote y el código. También es cierto que no todos los edificios de propiedad horizontal fueron proyectados por arquitectos y que muchos colegas tuvieron que luchar en vano contra la obstinada estrechez de miras de los inversores.
También es verdad que los departamentos —en especial los de uno o dos ambientes— suelen formar parte de los recuerdos gratos de muchas parejas, pues fueron el escenario entrañable de las primeras etapas del amor.
La propiedad horizontal fue acertadamente prohibida por el gobierno en 1978, pero los edificios existentes siguen y seguirán siendo habitados, y son una fuente permanente de aprendizaje de la cual todos podemos extraer nuestra lección.
Los arquitectos podemos aprender que no somos nosotros quienes hacemos la arquitectura, pero que aun dentro de las limitaciones impuestas por la realidad tenemos la posibilidad de contribuir al mejoramiento del hábitat humano. Para que ello ocurra debiera modificarse seriamente la enseñanza de la arquitectura, que debiera consistir en estudiar la arquitectura cotidiana, donde vive la mayoría de la gente, en lugar de dedicarse a los elegantes saltos de ballet que van desde el análisis de las obras maestras al pintoresquismo de la arquitectura «espontánea» (por lo general extranjera), Es necesario que abandonemos la idea de que la década del treinta está representada por los edificios del Automóvil Club y las casas de Wladimiro Acosta. O que la década del sesenta es sólo la arquitectura de los concursos y del Banco de Londres.
Sería bueno también que la gente aprenda algo de arquitectura y sobre todo que los arquitectos aprendamos de la gente, de la vida real dentro de los edificios, porque el fin último de nuestra profesión no es otro que el de contribuir a enaltecer la vida, a hacerla más alegre y menos gris.
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