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Feb 05, 2017 Eduardo Paganini El baúl Comentarios desactivados en Semblanza de Eduardo Mignogna: escritor y cineasta poco reconocido en el país.
Probablemente por compromisos varios, allá por el 2001, nuestro tradicional periódico mendocino lanza toda una primera plana en su suplemento especializado para promover y respaldar la proyección en el medio de una película de un director, porteño y no tan conocido en el ámbito del cine comercial. Pero hoy, a la distancia, y calibrada una justipreciada valoración de Eduardo Mignogna, fallecido cinco años después de esa nota, se puede afirmar que la misma resulta un magro homenaje a un creador de su talla.
Eduardo Mignogna, escritor y cineasta en ese orden, como le gusta definirse, combate en silencio contra la ansiedad. “La novela La Fuga la escribí después de la película Sol de Otoño y antes de encarar el rodaje de El Faro, entre una y otra cosa”, cuenta,
Todas las mañanas, desde que deja a Gastón, su hijo menor en el colegio, y hasta las 11, cuando comienzan a sonar los teléfonos de su oficina, Mignogna escribe, proyecta, sueña cuestiones personales de espaldas al mundo. Es decir, que mientras ahora La fuga está en boca de todos, el tipo ya tipea una historia que se llamará El Viento, sobre el vínculo de un abuelo llano de campo adentro y una nieta urbana y problemática. “Es cierto”, dice, como si se sintiera descubierto.
De adolescente jugaba al básquet y escribía poemas en silencio. Los amigos se ponían de novio, como para casarse y él viajaba a Europa, en busca del pueblo de sus abuelos. Hace las cosas a fondo y trata de olvidarse.
“Lo que sigue a la primera copia de una película o a la salida de un libro es superfluo”, se ataja, buscando convencer. “Siempre es reconfortante tener la espalda apoyada”, admite Mignogna, para referirse a los entramados que rodearon la escritura de la novela La Fuga primero y la filmación de la película, después.
Lo cierto es que a esta altura de los hechos, ya nadie sabe muy bien, ni siquiera el propio Mignogna, qué cosas son ciertas de aquel escape grupal en la vieja cárcel de Las Heras y Coronel Díaz[i] en abril del ‘28, y cuáles han sido imaginadas en este departamento de la calle Cerviño. “Traté de legitimar con secuencias reales la ficción. Me apoyaba en restos y fragmentos verdaderos porque existió la cárcel, existió la fuga, pero lo que yo quería era contar, de manera atractiva, esa época de fugados, ese tiempo donde había códigos propios y hasta cierto romanticismo en la vida de esos estafadores y anarquistas. Era otro mundo”, dice sin ninguna ingenuidad.
Caminaba, entonces, cuando le faltaba letra, hasta la plaza donde antes se levantaba la cárcel, revisaba diarios, pedía fotos, se encerraba horas en el Archivo General de la Nación. “Es impresionante revisar diarios viejos, porque no hay que esperar nada Hoy encuentran un cuerpo en Ensenada, dos días después, cinco minutos de lectura, y detienen al esposo, seguís leyendo y al quinto día, aparece un amante. Y al octavo, se resuelve la historia. Apasionante —repite Mignogna—, apasionante”.
El padre de Mignogna fue pianista de tango. La madre, ama de casa. “Mi viejo fue uno de los que reemplazó a don Osvaldo Pugliese en tiempos en que el maestro estaba preso por cuestiones políticas. Fui humilde, pero no pobre. Y recuerdo a mi madre, los sábados, cuando había bailes al aire libre mirando el cielo por las mañanas. Si había buen tiempo, mi viejo tocaba y se resolvían algunas cuestiones de dinero…”.
De chico, bicicleta —una pasión que aún ejerce— y mucho básquet en el entrañable Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque que Mignogna pide, casi exige, en el único requisito de tres horas de charla, que no se deje de mencionar. Y ya a los 14, comienza a trabajar en un estudio jurídico. Cabecera de playa para una imaginaria carrera de abogado que sucumbió antes de empezar. “Me volví muy pesimista con el tema de la justicia. Hice contacto con gente que no hubiera podido defender. Alguien confesaba una historia horrorosa y había que pensar una estrategia de defensa. No quería saber nada… Un simulacro, una ficción como la que llevás adelante ahora… Pero no había creación ahí. Sentía, en realidad, que se jugaba con el alma de las personas involucradas”.
Estudia un poco de sociología, otro poco de periodismo en un instituto privado, pero el joven es acechado por algún vacío inexplicable, una ansiedad por saber quién era que lo arroja lejos del patio de su infancia. “Y llegué al centro de Italia. En Campo Basso descubrí Riccia , un pueblo que era casi la matriz del apellido Mígnogna. Y constaté que eran ciertas las dos famas de la familia que me anunciaban camino al pueblo. ¿Cuáles eran? La generosidad y, después, golpeaban la mesa. No sabían cómo decírmelo. Son toscos, algo duros, decían. La ignorancia de los Mignogna, en Italia, es legendaria”.
Vuelve, comienza a entender que lo suyo es escribir, gana algún premio literario, publica su primer libro. Aunque al tiempo, empujado por los años del horror, tiene que hacer de nuevo las maletas. Con más apuro. La palabra maldita, exilio, aparece esta mañana soleada.
“Por pudor, hablando de esos años, siempre digo que escribí un libro sobre Nostradamus, que vendí cosas con un gitano por la calle. Cuento un relato pintoresco. Pero también es verdad que mi hijo mayor, de mi primer matrimonio, había quedado aquí y fue algo que me llevó años reparar. Y que recuerdo caminatas tristísimas por Madrid o por Roma, agobiado por el peso de no saber qué hacer para ganarme la vida”.
Lo cierto es que en este segundo viaje, de 1976, termina de hacer las paces con su pasado. Con la partida de nacimiento de su bisabuelo, a fines de los setenta, se empecina en sacar la ciudadanía italiana. Fue como un ritual. Le pidió a su segunda mujer que no lo acompañara, que era un trámite en soledad.
“Me presenté en la comuna de Milán, cerca de la plaza del Duomo, y sabía en qué restaurante —el Biffi— iba a ir a comer después, y qué pasta iba a pedir, y qué vino tinto. Y fue bárbaro porque dos oficinistas, la señora Rita y un viejo con mangas blancas, abrieron un oporto y decían, ‘auguri, auguri’ y brindaban porque había llegado un nuevo italiano al mundo. Y cuando me crucé al restaurante y me senté solo y pedí mi comida, y pedí mi vino, me di cuenta como nunca antes que era fatal, absolutamente, argentino”.
Regresa para filmar. Y filma. Y, dice, para bien o para mal, que su obra cinematográfica no ha sido más que sucesos argentinos, anécdotas del Río de la Plata. “Todas las historias han estado ubicadas aquí”, recuerda. Y se apoya mejor en la mesa, decidido a contar.
Hace un tiempo regresó de un viaje por España. Y cuando volvió, un sábado, se encontró con su mujer, Graciela, y sus cuatro hijos. Era de mañana. Y salió en busca de la carnicería, porque se imponía el asado. Y miró todo, como por vez primera. Madres con sus chicos, oficinistas de jogging de colores eléctricos y zapatos, señoras con changuitos que hablan de más; no dejó de ver cierto miedo, actitudes exageradas de gente insegura, y miró aún más, y puteó y se alegró y se dijo, en voz alta, que éste era su lugar.
“La verdad es que cada vez más quiero filmar Buenos Aires. Sus dramas y bellezas, la luz del invierno de aquí, las casas y las calles. Que se vean los nombres y los números si es posible. Ya sé, ya sé. Serán películas de bajo costo, con alto riesgo, pero no quiero filmar ni otra gente, ni otras calles, ni ninguna otra cuestión”.
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Fuente: (C.C.), Eduardo Mignogna, Mendoza, Diario Los Andes, Suplemento Espectáculos, 29 de mayo de 2001.
[i] Se refiere a la vieja Penitenciaria Nacional, ubicada en la Ciudad de Buenos Aires. Cerrada en 1962, derruidas sus estructuras yace hoy el Parque Las Heras.
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