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Ene 17, 2016 Federico Mare Recomendada Comentarios desactivados en ¿Feminazis? Banalización y demonización
El poder suele pervertir el lenguaje acuñando neologismos capciosos en su propio beneficio. Neologismos que, en lugar de expandir los horizontes de nuestra compresión y comunicación, los contraen. Neologismos que, lejos de iluminar nuestro andar como sociedad con las luces del raciocinio y el diálogo, lo sumen en la oscuridad del prejuicio y la violencia.
Una buena muestra de lo dicho es el oxímoron «feminazi», acrónimo que muchos varones cultores de la guerra de sexos consideran sumamente ingenioso, certero y gracioso, y que tendría la propiedad mágica de ser autoevidente e irrebatible, definitivo. Un todopoderoso argumento ad lapidem de apenas cuatro sílabas para –según ellos– pulverizar de manera instantánea, con su sola enunciación, El segundo sexo de Simone de Beauvoir y muchos otros libros de teoría feminista.
El neologismo fue propagado en los años 90 por el neoconservador Rush Limbaugh, un locutor de radio y analista político de Estados Unidos muy ligado a los sectores más derechistas del Partido Republicano. Pero, según reconociera Limbaugh en uno de sus libros, habría sido su amigo Tom Hazlett –un economista rabiosamente neoliberal y admirador de la Escuela austríaca– quien lo inventó.
Una feminazi vendría a ser, en la confusionista retórica del patriarcado, una feminista intolerante, toda vez que el nazismo representa el caso más paradigmático de intolerancia que obsesiona al imaginario social. ¿Qué es lo que no tolera una feminazi? El machismo. ¿Qué es el machismo? Intolerancia. ¿Qué no tolera el hombre machista? La igualdad de derechos entre varones y mujeres.
El problema, como se ve, no es la intolerancia en sí, sino el objeto de la intolerancia, y el modo en que se la ejerce. Si alguien me preguntara si soy intolerante, le repreguntaría en relación a qué. Porque hay cosas que tolero y otras que no. No tolero –por ej.– el racismo, no tolero la pedofilia, no tolero la xenofobia, no tolero la crueldad con los animales, no tolero las guerras y tampoco tolero el machismo. El quid de la cuestión, entonces, no radica en si somos tolerantes o no, sino respecto a qué. Y también radica en qué hacemos exactamente frente a aquello que no toleramos. Porque el hecho de que no tolere, por caso, la discriminación y violencia contra las minorías inmigrantes, no significa que quiera exterminar en masa a las personas xenófobas dentro de una cámara de gas; y que no tolere la prostitución, no significa que quiera recluir a los proxenetas en campos de concentración y someterlos a tortura. El fin no justifica los medios, huelga aclararlo.
Lo que nos horroriza del nazismo no son sólo sus fines políticos. Nos horroriza también su metodología. El repudio humanista y democrático al III Reich combina así dos rechazos: por un lado, el rechazo a una cosmovisión racista, totalitaria, imperialista y belicista; y por otro, el rechazo al terrorismo de Estado, un modus operandi caracterizado por la violación sistemática y masiva de los derechos humanos. El ideal racial de una Alemania inmaculadamente aria nos causa tanto espanto como la reingeniería social que trató de hacerlo realidad: las políticas de eugenesia, el irredentismo, la segregación, la deportación, el genocidio. Importa, pues, definir el qué de la intolerancia, pero también definir el cómo.
Nada, absolutamente nada, en los fines y métodos del activismo feminista justifica el neologismo «feminazi». Es un sambenito difamatorio, ruin, pergeñado por mentes inquisitoriales afanadas en llevar agua al molino del status quo patriarcal.
No conozco ninguna feminista que haya propuesto una Endlösung o «solución final» al problema del sexismo… Conozco, eso sí, muchas feministas que no se callan la boca cuando un hombre dice o hace algo misógino o machista. Y también muchos varones sexistas a quienes se les antoja pensar –desde la autocomplacencia del sentido común– que si una mujer, en lugar de darles la razón, cuestiona sus ideas y opiniones, está siendo agresiva e intolerante con ellos.
El uso sofístico del término «feminazi» entraña, además de una banalización del horror de la Shoá y la violencia de género, una demonización del feminismo. Del feminismo bien entendido, es decir, no de lo que los machistas, por proyección paranoide, suponen maliciosa o interesadamente que es (hembrismo o machismo invertido), sino de lo que realmente es: la lucha por la emancipación femenina y la igualdad entre los sexos.
Y toda falacia de demonización –se sabe– entraña a su vez, necesariamente, inexorablemente, una falacia de autovictimización. Los hombres machistas demonizan a las mujeres insumisas para autovictimizarse, y se autovictimizan para poder demonizarlas, sean o no conscientes de ello. La demonización y autovictimización que subyacen al uso polémico de la palabra «feminazi» son dos caras de una misma moneda: la incapacidad psíquica y cultural del varón machista de relacionarse con la mujer en pie de igualdad, respetando su autonomía.
No hay nada más falaz que una reductio ad Hitlerum que basa únicamente su pretensión de verdad en el tono lapidario y la repetición hasta el hartazgo. Nada más peligroso que una perversión semántica del poder disfrazada con piel de cordero.
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