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May 01, 2016 Eduardo Paganini El Baúl Nacional Comentarios desactivados en Literatura y folklore desde el riñón del territorio nacional
El carbunco de Juan Draghi Lucero[i]
Allá, en las escabrosidades del espanto, de angostísimas veredas suspendidas sobre abismos del vértigo; allá, en las cumbres nevadas horadantes del cielo; allá, entre nubes tejedoras de hilados de nieves, ¡más allá todavía! escondió su morada el Carbunco.
Ah, peñascales ennegrecidos por los milenios; ah, soledad del frío aletargador, que convierte en momias acartonadas al que muere pidiendo en vano un lengüetazo del sol.
Inmensidad silenciada en el caviloso peñascal. Quietud sumergida en concavidades alfombradas con pedruscos desgajados de altísimos farallones.
Y un quedo silbar eternizado del aliento astral. Hilos de luz bajados en noches del desvelo cósmico al connubio de la piedra en reposo.
El dormir de todos los tiempos.
Sí; pero allí nacen vívidos hilitos de agua fría, cristalina, destiladas por los hielos ¡ponchazos traviesos de los rescoldos del Zonda norteño!
A lo lejos, en la baja llanura, invitante de la rueda, el bullicio del mundo de los humanos. Para los agudos lomos cordilleranos, la pezuña del camélido indiano.
En las honduras del desabrimiento, y por ser quien es, escogió su morada el Carbunco: alimento del paredón de América.
¡El Carbunco! Mensaje redivivo de antes de la historia. Asomado a los tiempos del bullir de hoy, espera el retorno del indio andícola.
Por mandato de Inca entregará, sin manoseos, los tesoros que esconde el Ande, al nativo de los altiplanos. El Carbunco es un guardián enmascarado.
Del Aconcahua [sic] al norte, de faz quechua, cuidador es de las serranías.
Si un intruso viajero trepador de ásperas cordilleras, ve en la espesa noche un misterioso haz de cegante luz, no pregunte a su guía mestizo por ese rebrillar. El baqueano se cerrará en porfiado silencio. Si le destraba la lengua con tragos de aguardiente, el conocer de cerros hablará con voz queda, miedoso de ser escuchado por quien descubre y traiciona… Contó mi abuelo, desde niño arriero de serranías, que el Carbunco es chiquito, del tamaño y figuras de la tortuga. Caparazón luce de diamantes tallados; cortas patitas de piedras preciosas del más fino oriente. Sus ojitos, llamas vivas son de quemante poder en el mirar. Por carne y venas: oro el más batido. Por sangre, vivo fuego corre por sus venas… Se alimenta de oro nativo, de cortarlo a cincel.
Elegido por el Incarreal, él es el guardián fidelísimo de los tesoros de las huacas[ii]; del lugar donde ocultaron los indios las últimas joyas que reclamaron los godos antes de matar a Atahualpa, como de las vetas de oro y de plata escondidas en serranías.
Durante el lucir del día, se resguarda en oscura cueva de los peñascales. En la noche, cuando lo apura la sed de sus encendidos fuegos, baja al puquio[iii] más escondido: en ese manantial apaga la sed devoradora.
Al ir al nacedero de agua alumbra su camino con haces de cegante luz, que apaga todo mirar intruso.
¡Quién que no fuera él cuidaría los tesoros escondidos del Ande! Con tan señalado fin, él mantiene la vida. Celoso, más entierra las huacas y los filones del noble metal, ocultándolos de las pesquisas de los intrusos.
Y con ser de diamantes y oro nativo y tener alma de fuego, el Carbunco anida sentimientos del justiciero. Si un humilde minero mestizo, pobre y cargado de hijos, pide una ayudita a Pachamama, él le descubre una veta de oro o de plata. Así enriqueció a Juan Godoy, en Chile, con la famosa mina del Chañarcillo.
Pero no había de faltar un codicioso extranjero, anoticiado del Carbunco. Consiguió espiar sus lumbraradas en la noche y, sabedor de quién era y de la inmensidad de sus tesoros, maquinó cazarlo para adueñarse de tanta riqueza. Aguantando los fríos de las noches cordilleranas, logró descubrir el manantial donde abrevaba. Por fin, en noche elegida, escondido tras peñascos, lo vio venir, y al pasar por su lado dio el salto para atraparlo. Mas, el que parecía en los descuidos, libertó sus rayos quemantes a los ojos del codicioso. ¡Ciego quedó para el resto de su vida! De balde pide luz para sus anochecidos ojos! Jamás morirá el Carbunco. Dueño de la vida es. Personero fiel del Incario, espera el día feliz de la redención del indio.
¿Será una chispita del Sol caída sobre el Ande? Gota viviente del Resplandor, es el alma de “las montañas del Sol” como los Incas bautizaron al Ande. ¡Ellos, los gloriosos hijos del Gran Luminar?
El misterio del jardín de Carola Briones[iv].
Don Eusebio de los Ángeles Zambrano, maquinista del Central Argentino[v], llegó aquel cálido atardecer santiagueño conduciendo uno de los trenes de pasajeros que cubría la distancia Buenos Aires-La Banda.
Desde el paso a nivel de la Boca del Tigre, muy cercano al sitio donde erguía la señal sus colores rojo y verde, comenzó a aplicar los frenos, de modo que en el sitio preciso, el tren detuvo su marcha lentamente, como un enorme escamoso reptil fatigado por tanto camino.
Entregó su servicio. Se hizo el relevo, y el tren, dejando a su paso densas nubes de humo, pitadas estrepitosas y resplandecientes chispas que arrojaba su locomotora, se perdió en el horizonte rumbo a Tucumán. A su paso por La Banda, siempre dejaba en el aire un incitante olor a lejanía.
Era el tiempo en que los altos quebrachales entoldaban los vastos cielos santiagueños, y sus troncos, recortados en los aserraderos, alimentaban las pujantes máquinas. De ahí el humo persistente y las llamaradas que iluminaban las vías en las noches oscuras del invierno bandeño.
Don Zambrano vivía en los aledaños de la ciudad, allí donde comenzaban a surgir las quintas, y las acequias disputaban a los pájaros la primacía del canto. Épocas de paz y de entendimiento entre las gentes.
Desteñido traje de brin azul, con arabescos estampados por la grasa de su locomotora; gorra de maquinista con amplia visera; en las manos el maletín de viaje y su inefable linterna, don Zambrano emprendía el camino de su casa, camino que le llevaba tiempo en recorrer por los encuentros con los amigos, los saludos, el intercambio de informaciones y la respuesta a esa cordialidad que a cada paso le brindaban. Es que el hombre estaba ausente por razones de trabajo unos 4 ó 5 días. De modo que a su regreso se enteraba de todas las novedades.
Aquel anochecer encontró a su familia muy preocupada. Percibió en el ambiente un clima de inquietud. Con disimulo esperó paciente el momento de la cena para indagar el motivo de lo que intuía se estaba viviendo.
—Sí —dijo su mujer—, no podemos dormir. Desde que saliste de viaje, la llegada de la noche es para todos nosotros una tortura. Andamos desvelados. No bien apagamos las luces, nuestro fondo se llena de ruidos.
—Pero alguien ha tratado de averiguar quién los ocasiona? —preguntó don Zambrano.
—La primera noche lo intentamos, pero estaba todo tan oscuro que no vimos nada —dijo el mayor de sus hijos.
—Deben ser fantasías de ustedes —comentó el padre—. Aquí todos los vecinos son buenos, y lejos de asustarlos, siempre han tratado de que no les suceda nada desagradable mientras estoy ausente, ¿o no es así?
—Es claro —respondía su mujer—. Nos sabemos acompañados, pero los ruidos en la noche, y el desorden del jardín al otro día, me dan mucho que pensar.
Siguieron los comentarios hasta muy tarde. La familia se retiró a descansar. Don Zambrano, con el cansancio del viaje, se durmió no bien puso la cabeza sobre la almohada.
Como la familia se había tranquilizado con la llegada del padre, esa noche se animaron a dejar abiertas las ventanas que daban a los patios. El tiempo presagiaba tormenta, y a pesar de haber luna llena, el cielo, cubierto de espesa cortina de nubes, ocultaba cualquier resplandor.
Pasada la medianoche, la esposa se despertó sobresaltada. Un insistente rumor se deslizaba desde el jardín.
Se sentó en la cama, y angustiada llamó a su marido. Don Zambrano protestó medio dormido, pero ante la aflicción de su mujer prestó atención. Percibió un extraño ruido. Se levantó. Calzó sus chancletas y, sin encender la luz, tomó su linterna y descolgó la escopeta del armario.
Sin temores, el hombre dejó la habitación dispuesto a desentrañar aquel misterio. Atravesó la galería, y guiado por los ruidos cada vez más cercanos, se internó en el jardín. Desde el húmedo suelo la brisa traía un vaho tibio de madreselvas y de lirios recién florecidos.
Parado en un sendero, iluminó con la linterna en dirección al sitio de donde emergían los ruidos. La sorpresa lo paralizó. En medio de los canteros regados al atardecer, un chancho gigantesco mascaba a dos carrillos, ruidosamente.
Don Zambrano, pese a su asombro, siguió enfocándolo obstinadamente con su linterna. El animal, al sentirse descubierto, suspendió la tarea en que estaba empeñado, cual era la de ozar la tierra buscando los tiernos bulbos de las achiras y los nardos. Levantó el hocico como husmeando el aire, sin dejar de mover pesada y rítmicamente sus mandíbulas, en un mascar interminable.
Relampaguearon sus redondos ojos como si despidieran chispas.
Al notar que lo apuntaban con la escopeta comenzó a temblar; de su poderoso hocico caían semidormidos los bulbos de los lirios. Y haciendo un esfuerzo, con voz baja y profunda que el miedo transformaba, pudo balbucear:
—No me mate don Zambrano, usted me conoce… io soy el Arsenio Cuevas, el mismo que solía trabajar en el canchón de la estación, ¿me recuerda?… lo que pasa es que andoi condenado…
Al oírlo, don Zambrano quedó paralizado. A su mente vino el recuerdo de lo que hacía tiempo se comentaba entre los empleados del ferrocarril, o sea de que el Arsenio andaba en no sé qué entreveros con la Salamanca del bajo de don Pedro Rojas, allí donde un espejo de agua barrosa restallaba con el sol del mediodía. La gente murmuraba que se lo encontró en medio de los salitrales, por caminos de “yanarcas”, a horas desusadas, en dirección a los cachiyuyos donde había instalado su Ateneo el diablo.
Sumido en esas reflexiones, escopeta y linterna rodaron de las manos de don Zambrano. No lograba salir de su estupor.
El chancho, en tanto, aprovechó el momento de confusión. Con la mirada de sus ojos de fuego calculó la altura de la tapia que rodeaba el jardín.
Parándose sobre sus patas traseras tomó impulso, y de un salto impecable venció el muro perdiéndose en la cómplice oscuridad.
Referencias:
[i] Juan Draghi Lucero: nació en Santa Fe (1895), mendocino por adopción a los dos años; estudioso autodidacto de la historia y el folclore cuyanos. En 1938 edita su Cancionero popular cuyano, importante recopilación de coplas, cuecas, décimas, romances y tonadas.
En 1942 publicó Las mil y una noches argentinas, cuentos basados en el mundo folk regional. Otras obras: El loro adivino, Cuentos mendocinos, El hachador de Altos Limpios, El bailarín de la noche, El pájaro brujo, Sueños.
[ii] Huaca: designación que recibe todo objeto sagrado, generalmente alude a enterramientos.
[iii] Sitio de agua surgente. En la provincia de Mendoza, existe una localidad sobre la ruta 7 con ese nombre ( para más datos, ver http://web.archive.org/web/20100729221344/http://www.todomendoza.com/CentrosdeEsquiLosPuquios.aspx)
[iv] Carola Briones: nació en Santiago del Estero, radicada luego en Tucumán y en la actualidad en Cafayate (Salta). De vasta trayectoria literaria, perteneció al grupo La carpa, conjuntamente con los poetas Manuel J. Castilla y Raúl Galán. Además, con Carlos Duguech y Manuel Serrano Pérez llevaron adelante la publicación Cartón de poesía (apareció en Tucumán entre 1969 y 1975). Publicó Agua de esteros (1961), En el tiempo de la ausencia (1963), Con ojos de silencio (1965), Donde el tiempo es más lento (1977), Comarca alucinada en poesía; en cuentos: Cuando sopla el viento Norte y Llueve sobre la caña dulce. Como editora se ocupó de la colección narrativa que efectuaron los autores tucumanos Carlos Duguech y Manuel Serrano Pérez titulada Veinte poetas cantan a Tucumán (1967).
[v] Empresa ferroviaria inglesa que unió en principio Rosario con Córdoba (en un evidente refuerzo del proyecto agroexportador del liberalismo del siglo XIX/XX), para luego —con los años- finalizar expandiéndose desde Buenos Aires hasta Tucumán en una amplia red. Cuando se nacionalizaron los servicios del ferrocarril pasó a denominarse FFCC Gral. Bartolomé Mitre.
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