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Feb 18, 2018 La Quinta Pata Cultura, Recomendada Comentarios desactivados en El retorno del Gran Sobisch
A fines de los 50, años de una verdadera explosión del arte pictórico en Mendoza, irrumpe una obra que causó gran asombro. Dibujos de Enrique Sobisch. Singulares cuadros. Trabajos signados por una maestría no común en un pintor. Y empezó a hablarse del mejor dibujante de la provincia, título rotativo, entre él y su amigo Carlos Alonso. Ellos no se cuestionaban la posesión de ese cetro. Producían. Incesantemente. Alonso se radicó en Buenos Aires. Enrique eligió su ciudad, donde todo era más difícil. Trabajaba en su atelier, un altillo de calle Montecaseros casi esquina con Catamarca, de ciudad, su vivienda. Arriba la intensa reunión, de jóvenes pintores notables, Orlando Pardo, Alberto Venditti.
Abajo, en el living de esa, para mí y varios, histórica casa, Daniel Riolobos cantaba un bello bolero “La noche de anoche” dedicado a la hermosa Pequi, hermana de Enrique, su novia, por aquel entonces. Luego se produjo la presentación de Daniel en un colmado auditorio de Radio Libertador. Y su gran salto a la fama: el debut de un muchacho de Godoy Cruz en uno de los escenarios más importantes del mundo, “El Tropicana” de Cuba. En el actuaron Libertad Lamarque. Josephine Baker, Franck Sinatra, Nat “King” Cole y Daniel Riolobos. Luego se casó con Pequi y armó una familia.
También llegaba a ese pequeño ático, inundado con fragancias de óleos, grafitos, un periodista, escritor. Ramón Abalo, consagrado a lo largo de su vida como el más coherente e inclaudicable luchador mendocino contra los atropellos a los Derechos Humanos. Justamente él recordó para este trabajo a Sobisch y esos días.
No fue el espanto, pero sí la bronca la que nos acercó y nos unió en una gran amistad.
Bronca vital contra lo que percibíamos como abismo en el que se perdían los sueños y las utopías que nos cobijaban. Casi adolescentes todavía -años 43/44/45, etc. – y ya habíamos entrado en la vorágine de esos días que sepultaban la ignominia de la década infame.
Nos metimos de lleno – hasta el fondo – en una acción que se parecía a la militancia política con un apasionamiento místico y reivindicativo de un país, de una Nación, de un pueblo al que le habían hipotecado hasta el alma. En nuestro imaginario revolucionario, con signo nacionalista, la lucha significaba la entrega total.
Con el Astur Morsella, con el Tejada Gómez, con el “loquillo” Coll, con el Negro Castillo y varios más, fuimos una porción de intuitivos luchadores por un mundo en el que se pudiera vivir como en esos sueños que nos transportaban a bucólicos territorios. Sueños que tenían también, que ver con no menos acuciantes vocaciones del espíritu: la poesía, la pintura, la escritura, la música.
Fue el Enrique Sobisch uno de los primeros de nosotros que comenzó a transitar el esforzado camino de la creación, eligiendo, sin titubeos darle formas a la luz y al color. Sobre telas y cartones, las carbonillas y los pinceles trazaban armónicamente sus ansiedades más profundas, envueltas en la trama dolorosa de ser joven, ese tiempo de los deslumbramientos y simultáneamente, con igual intensidad, de la duda existencial de ser uno mismo o ese otro. Ello no obstaba para saborear el gozo cotidiano de la amistad, las largas tertulias y discusiones, los primeros escarceos amorosos, y eso que más nos identificaba: la plenitud de nuestros cuerpos y el fervor de los espíritus. El mundo, la vida, era una totalidad que nos conmovía hasta el insomnio, que era nuestra forma de soñar: despiertos.
Amaba a los suyos y en su alrededor, los amigos nos sentíamos atraídos como por un remanso. Es que sin mengua de su impetuosidad juvenil y vocacional, su tono humano se destacaba por el equilibrio de los gestos y las palabras. Y fue quien menos gustaba de las discusiones altisonantes, la verborragia y la ampulosidad. Este era su exterior, y cuando manifestaba algún concepto, intervenía en las controversias o teorizaba sobre algún costado de la vida se notaba que ello devenía de reflexiones que habían ahondado en su conocimiento y sensibilidad de ser humano y auténtico artista, creador.Estuve a su lado como se está entre amigos reales, y por ello fui partícipe de un par de episodios más importantes de su vida. Uno de ellos, su amor y unión con Ninìn, su compañera para siempre. Tengo la certeza de esa amistad, desde los primeros y mejores años de nuestra existencia, forjada al calor de las ansiedades y los anhelos comunes, esos que aún tenían el sabor y el color del contento, y el dolor de la ingenuidad y la inocencia perdidas, los desgarramientos del alma ante las primeras frustraciones y rechazos; el pudor en las confesiones mutuas, los silencios y las acciones.
Todos nosotros: Enrique, Armando Tejada Gómez, el Negro Castillo, el Coll, el Morsella, el Politti (el Gordo) al tiempo lo consumíamos en la placidez de las tertulias, pero fundamentalmente afiebrados por dar formas a nuestros ímpetus y vocaciones, siendo ellos los signos más relevantes de nuestras existencias. Este tránsito en comunidad se prolongó, aún en la distancia, hasta lo inexorable. Y claro, Enrique, un ser de carne y sangre, seguramente que tuvo sus flaquezas, sus errores, sus dudas, sus déficits, como cualquiera de nosotros, seres humanos al fin. Pero puedo asegurar, puedo jurar, que los rasgos de nobleza constituyeron la naturaleza de nuestra identidad de ser, de todos y de Enrique en particular.
En la recordación de estas líneas me flagela la tristeza y el dolor por las ausencias, como la de Enrique. Aunque no tanto, porque la muerte es eso nada más, ausencia. En lo mejor de nosotros reviven nuestros seres amados, espíritus luminosos, incorporados en uno, en mí, desde siempre y para siempre.
RAMÓN ABALO
Se iban los 50. Los bohemios de aquel entonces, acaso como siempre ha ocurrido con ese estado casi de ensoñación, andaban escasos de fondos. Por eso se imponía el canje. “El Regional” un restaurante económico de calle Primitivo de la Reta, al lado de la TAC empresa de ómnibus local que unía a la provincia con todo el país. Una clásica fonda. Atendida por sus “propios dueños” Españoles, para todos, “gallegos” Enrique Sobisch le permuta a los propietarios un dibujo de gran formato por una cantidad determinada de guisos, mondongo y pastas. Obviamente, con vino incluido. Los dueños, contentos. Le buscaron al cuadro un sitio preferencial. La tela reflejaba a uno de los comensales, Armando Tejada Gómez. La imagen se convirtió en un símbolo del lugar.
Raudamente pasó parte del irrefrenable tiempo. El boliche siguió abierto pero sin ellos, los artistas, ya comprometidos con sus pasiones. El “Negro Castillo” mecenas, empresario, novelista, años después, llegó a ese lugar de reunión. No encontró a la obra de Enrique y le preguntó a uno de los españoles. Le dijo que estaba en su casa, en la que además funcionaba una pensión. Fueron juntos. Castillo no veía al retrato de Tejada Gómez.
Y el dueño llevó al “Negro” hasta casi el final de una antigua y arruinada casa. Ahí estaba El Tejada. La había puesto como cierre móvil de un baño. La figura, pintada sobre madera delgada, pero fuerte. Y el “Gallego” con su lógica, se dijo: “Pues, pero esto me viene de perillas para el retrete del fondo”.
Le ofreció Castillo una puerta nueva, con marco, instalada, a cambio de la creación de Sobisch. Afecto al canje, el hombre aceptó. Al día siguiente llegó un operario y cumplió con la oferta de Castillo, que se llevó consigo al maltratado Tejada.
La humedad dañó parcialmente al cuadro. Un plástico de bellísima inspiración, Ricardo Embrioni, se encargó de la restauración.
Trabajo de excepcional factura, el Tejada de Sobisch, forma parte ahora de una importante pinacoteca. Es la del doctor Isabelino Rodriguez. Situaron a la obra en una sala cerca de notables trabajos de otros artistas argentinos y extranjeros.
Salvada fue esa creación de original cuño de Sobisch. El popular poeta era un gran “decidor” Artista que le infundía más vida a sus trabajos con altas palabras, cargadas de sentimiento, de bronca por las injusticias. Aparece en el cuadro con una guitarra en sus manos. El no tocaba ese instrumento, apenas si lo acariciaba con amor (esa es la esencia de la imagen)
Acaso los románticos de siempre, larga tradición, en este caso los contemporáneos, hubieran preferido otro giro y no un final feliz. Sin embargo asistimos casi a un milagro. Un valioso rescate. El advenimiento de una joya del arte argentino al destino soñado por el hacedor: el contacto con el público. En este caso quienes acceden a la magnífica pinacoteca del doctor Rodríguez.
Nubes de vapor de ducha. Algunos “portazos” signados por el apuro. Y el ocaso de la creación. La voracidad de un antiguo calefón de leña, que fagocitaban sillas rotas, libros, diarios viejos. Y a veces, por segundos, irradiaban maléfica luz sobre una doliente y olvidada obra de arte. Luego las llamas. El fin.
Acaso a los románticos, les gustaría más estar ahora convocando a la leyenda del Tejada, pintado por Sobisch. El Tejada, inconcebible puerta de baño. Y que se fue al más allá inmolado en tributo al Dios de la Nada. Pero no es así. El salvataje funcionó. Llegó a buen destino. Una reunión con otras excelsas creaciones.
Dicen que de noche las obras del museo privado de Isabelino Rodriguez hablan quedamente entre ellas. Una tela de Wilfredo de la Concepción Lam y Castilla (aunque todos lo conocen como Wilfredo Lam, nada más) cuenta, entre susurros, que su Gran Padre Artista, cubano, fue un idealista participante de la Guerra Civil Española, a favor de la República. De a una, con sumo respeto, todas entonan suaves loas dedicadas a los talentosos plásticos que las compusieron, sinfonías de imagen y color.
Y Tejada Gómez, por lógica, se refiere a Sobisch, a su paleta, crecida en la intensidad española. Él es blanco y negro. Con total ausencia del cromatismo imperante en el lugar. Pero, algo único, en un ámbito parecido al paraíso para esas agraciadas piezas de arte. El Tejada es un retrato cuyo molde humano fue un gran amigo del pintor.
Les narra el autor de “Zamba azul” su infancia sin escuela. Sus días de niño en la calle, luego un manifiesto contra los que olvidan y abandonan a esos tiernos retoños de vida humana. Les trae la Medialuna de Pedro Molina, el barrio. Sus recitales en los pubs de Buenos Aires.
Cuando dice con voz de trueno “Yo, así como me ven, supe ser puerta de baño” se oye: “Vamos, poeta, no fantasee” “Puerta de baño…por Dios…” “Olvídese de eso, recítenos la Pancha Alfaro” .
No le creen. Y él se calla. Piensa en un nuevo poema, para sorprender a sus cuadros amigos. Lo titulará: “Al fondo, a la derecha”
La bella joven, protagonista de “La distancia de las miradas” acrílico sobre tela, 100 X 81 cms, trabajo del artista
Antonio Di Benedetto, autor de “Zama” novela que ilustró Sobisch. Marta Migliavacca, esposa del plástico mendocino y él artista. Momentos de alegría. En España
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